
Emilio y Lucía tienen dos años y tres meses. Durante un 48% de su vida el mundo ha sido un lugar extraño de cierres, tapabocas, distancias y aplazamientos. No solo es proporción, sino consciencia. Los meses de pandemia han sido los de mayor atención, percepción del entorno y desarrollo de sus personalidades. Juli y yo (junto a abuelas y abuelos que han sido fundamentales para el cuidado por estos días) hemos intentado todo para que lo extraño no sea anormal y que la temprana vida de nuestros mellizos esté lo menos limitada por estas circunstancias. Hay matices y hay privilegios y aunque nos impresiona lo mucho que la vida de los dos ha sido la vida en la pandemia, somos afortunados en la forma en la que hemos vivido por estos días comparado con muchísimas personas. Pero la fortuna es consuelo a medias. Nuestros hijos son parte de los niños de la pandemia.
Estos meses solo han reforzado esas preocupaciones sustanciales que tienen los papás. Hay muchas dichas y alegrías, por supuesto, pero ser papá es preocuparse, porque tener hijos es atar nuestro destino al de otro ser humano, quizás como ninguna otra decisión se le parezca. Todas las noches y la mañanas, esa certeza, muy hermosa, pero a la vez angustiante de que nuestra vida no es solo nuestra, que la compartimos con nuestros hijos. Y que aunque el cuidado sea prioridad y la prudencia sea la regla, razonables, sensatas y necesarias, estos son meses de pérdidas, de decisiones aplazadas, de cosas dejadas de hacer, de experiencias para mañana.
No todo es terrible, por supuesto. Hay mucho también de lo que los gringos llaman silver linings (retazos de esperanza). En nuestro caso, estar este año largo encerrados en casa ha supuesto que no nos hayamos perdido muchos momentos y experiencias muy bonitas de estos primeros años de vida de Emilio y Lucía. Primeros pasos, palabras, saltos y los asomos tímidos de personalidades reconocibles pudieron ser noticias de oídas y no los testigos de primera mano que tuvimos la fortuna de ser. Estar en estos momentos era un privilegio que seguro no nos hubiéramos podido dar en las dinámicas de trabajo tradicionales. Ellos también han podido tener a sus padres ahí, en ocasiones desde un computador, mostrándolos en una reunión para que todos comprendan de dónde viene la bulla, pero aquí, atentos, a un paso o una reunión cancelada o caída de Teams de aparecer en el momento de un juego o una comida. Pocas cosas son completamente terribles, por supuesto.
Pero Emilio y Lucía también son pequeños. Lo suficiente, por ahora. No logramos comprender los sacrificios, problemas y dificultades que han enfrentado los papás de niños más grandes. Las clases virtuales, cuando las hay, son un lío, la sesión de estar, pero no estar, de perder la paciencia porque un juego o un llamado de atención fue interrumpido por una interminable reunión de Teams, porque la enfermedad o sus consecuencias redujeron las pocas reservas de paciencia en una casa. Por estos días tenemos que recordar no solo las vidas perdidas, sino la vida perdida. El tiempo que la pandemia nos arrebató; el miedo, el encierro, la penuria.
Recordar y hacer, siempre. Porque hay cosas por hacer. El regreso seguro, paulatino y voluntario a clases es un paso absolutamente necesario pero parcial de las necesidades que las familias y los niños tienen por estos días. No es solo eso, hay mucho de qué desatrasarse y mucho por compensar, regresar y recuperar, pero buena parte de esto pasa, en niños más grandes que los nuestros, por recuperar un retazo de esperanza. Al menos uno.