En honor a las mamás y los papás de la pandemia.

Mi regalo de día del padre.

Mi esposa y yo tenemos dos chiquitos, Emilio y Lucía, mellizos de recién cumplidos año y medio. Decir que los amamos más que nada es de esas cosas innecesarias pero importantes que hacemos los papás. También, decir que todo ha ido perfecto en la cuarentena y que la crianza en medio de esta pandemia ha sido sencilla sería decir una de esas mentiras que, en ocasiones, decimos los papás.

Pero las crisis son también momentos para la verdad, para reconocer las limitaciones que tenemos en hacer algo tan fundamental y a la vez tan querido como cuidar a nuestros hijos. También sé que las frustraciones, el cansancio, el miedo, el esfuerzo es todo menos únicamente nuestro. Millones de mamás y papás (y tíos, tías, abuelos, abuelas, hermanos y hermanas que se encargan de la crianza de niños pequeños) viven cosas similares o peores en esta coyuntura.

Así, la crianza de pandemia va desde lo trágico: pérdidas de empleo, ingresos, angustias económicas que han llevado a millones de hogares a la inestabilidad dramática de la inseguridad financiera. Mamás y papás que enfrentan la frustración inmensa, la impotencia absoluta de no poder alimentar a un hijo; la angustia de verlo dormir con frío. Solo puedo imaginar lo terrible de una situación así, y el dolor inmenso que debe acompañar a los padres que se ven obligados a enfrentarla.

Pero esta experiencia conjunta y similar también incluye lo menos horrible, pero igual de relevante para muchos: trabajar, educar y sostener la casa en medio de todo esto.  Entiendo, como con muchas cosas por estos días, que estas situaciones salen también de una posición de privilegio, pero en ocasiones, hasta el privilegio puede tener sus días angustiantes y la compensación y culpa de tenerlo no supera la desazón de los días difíciles que nos han tocado a todos por estos tiempos.

Lo primero es la posibilidad empática y simpática de entender la importancia de muchas cosas que seguro dábamos por sentado. Los trabajos de cuidado fueran formales o informales, pagos o no pagos, que nos permitían tener vidas laborales, que funcionan como la columna central de la crianza de nuestros hijos han sido subestimados de manera injusta y sistemática. Familiares, empleados de cuidado y servicio, instituciones educativas y de guarderías, incluso vecinos y amigos, merecen nuestra eterna gratitud.

Vivir estos meses de nuestros dos chiquillos en esta situación ha sido particular, pero seguro compartido con la experiencia de otros padres. Pensar en el sufrimiento indignado de un papá que escucha acercarse a la moto de alto cilindraje y su bulla intensa que no es más que testamento de las inseguridades del conductor, cuando apenas acaba de lograr dormir a su bebé o hijo pequeño.

Al igual que alcanzar ese nivel de cansancio en el que la visión se hace borrosa y el ánimo adquiere una exasperación permanente; moverse, levantarse, sentarse, parecen esfuerzos en donde hay más voluntad que capacidad. Nublado el ceño, uno se mueve como en sueños, en una competencia extrañísima en la que el primero en dormirse pierde. Pero hay que seguir arrullando o jugando o intentando que coman.

O hay que acompañar una clase virtual en la que el niño no quiere estar, mientras se responden mensajes de Whattapp a medias y se planea lo que será el almuerzo. Para luego suplir la falta de atención prestada al profesor que al otro lado del monitor hizo lo que pudo, con actividades y tareas complementarias que intentan mantener la ilusión de un proceso educativo normal. Sin contar con los niños que, encerrados, sacrifican todos los días valiosísimo tiempo de su vida social, de juego y amigos.

Y, además, aunque el tiempo y la repetición ya normalizaron los gritos, risas y lloriqueos que resuenan en las esquinas de las reuniones de Zoom y Teams, las primeras semanas vieron a miles de papás y mamás intentando mantener el hilo en una presentación mientras hacían señas al aire, Intentando calmar una caótica mañana hogareña. Pocas veces he visto tan sinceramente angustiados a muchos compañeros de trabajo que en su búsqueda de hacer de la reunión virtual con niños una cosa “profesional”.

Pero estas angustias, de alguna manera, se compensan. No creo que hayamos sido diseñados por nadie (al menos nadie más que la benevolente pero firme mano de la evolución), pero hay una profunda inteligencia en el equilibrio que tienen labores como la crianza. Por cada noche en vela, por cada pataleta, por cada comida lenta y frustrante, hay una sonrisa, una nueva palabra o la primera vez que los mellizos parecen hablar entre ellos con un galimatías de excesiva ternura.

Durante la pandemia, mi esposa y yo hemos podido ser testigos (si estuviéramos en nuestros trabajos presenciales seguro nos lo perdemos) de los primeros pasos, las primeras palabras articuladas, los primeros juegos imaginarios y todo un montón de experiencias con Emilio y Lucía que han compensado con creces las veces en las que sus gritos y juegos interrumpieron esa reunión por Teams que de todos modos era innecesaria.

Mi admiración para todas esas mamás y papás (e insisto, y abuelas y abuelos y tíos y tías y todos los que cuidamos niños pequeños) que han hecho lo mejor que han podido durante esta pandemia; a los que enfrentan las tragedias enormes y a los que enfrentamos las molestias menores; nuestra recompensa se encuentra en la satisfacción del equilibrio.

Y de ese equilibrio, aunque precario, se hacen los días. Y los días pasan.

Fatiga

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Otro día pasa. Ceder a la rutina, seguir sus pasos, repetir y repetir. Dormir. Otro día pasa. Esperar un cambio, leer noticias con la terca esperanza, decepcionarse. Otro día pasa. Cedemos de nuevo a la rutina, al miedo, a la fatiga.

Mientras las medidas de la cuarentena en Colombia fluctúan, en algunos casos abriendo espacios, actividades y escenarios de interacción, en otros, volviéndolos a cerrar (sobre todo, si así lo consideró el gobierno local), el cansancio del encierro se hace más evidente. La fatiga de cuarentena no solo es real, hace parte de un fenómeno más amplio de fatiga sobre el seguimiento de medidas de protección y seguridad personal que afecta a otros riesgos a la salud de las personas.

La fatiga es la medida en la que algo se nos empieza a volver insoportable.

Esta fatiga permite que reduzcamos lo que hacíamos para cuidarnos en los primeros momentos de la cuarentena (cuando el peligro era presente, urgente y reciente) ¿se acuerdan cuándo limpiábamos cada esquina de los paquetes de servilletas del mercado? ¿O que nos cambiábamos toda la ropa luego de sacar a dar una vuelta al perro? Aparte de que la evidencia ha subestimado la importancia de estas acciones, muchos hemos dejado de hacerlas porque el riesgo del contagio empieza a deslizarse de nuestras prioridades.

Ahora bien, hay niveles de fatiga y formas en las que los que la sufren la han enfrentado. En efecto, hay una distancia enorme entre dejar de hacer alguno de los rituales de limpieza que hacíamos hace tres meses y hacer una fiesta con docenas de invitados. Y aunque sea impopular, deberíamos hacer un esfuerzo por entender ambos casos y antes de los juzgamientos rápidos o incluso los llamados tan comunes a “sanciones ejemplares”, revisar las maneras en las que sería más efectivo reducir estos deslices en el cumplimiento del cuidado en la pandemia.

Lo otro es reconocer que el fenómeno no es, ni mucho menos, “colombiano”, que en todos los países que se han implementado cuarentenas estrictas por varios meses, ha ocurrido algo similar, de ahí las impresionantes fotos de playas llenas de bañistas en el sur de Reino Unido o en la Florida o de los cafés parisinos a reventar de comensales.

También, que la fatiga como la estoy describiendo es en buena parte una prerrogativa del privilegio. Que muchas personas no se han podido dar el lujo de cansarse del estar encerrados en sus casas y que muchas lo hacen en detrimento absoluto de sus situaciones económicas o, irónicamente, de su propia salud. Por eso tampoco podemos ver la fatiga como un fenómeno individual o personal, también es colectiva, institucional, social y política. Nos agotamos todos juntos.

Nada de esto que digo es una apología para que se aumente el ritmo de la reapertura o se eliminen medidas que buscan protegernos, solo la comprensión de un fenómeno que estamos viviendo y que, si no lo gestionamos correctamente, puede hacerle mucho daño al objetivo común de cuidarnos del virus.

Siendo así las cosas ¿qué podemos hacer? ¿hay esperanza de que no nos venza la fatiga de cuarentena?

Hay dos escenarios de trabajo en este sentido. El primero es personal y se refiere a lo que podemos hacer cada uno de nosotros para reducir el efecto de la fatiga sobre nuestra salud mental y los eventuales relajamientos de las medidas que hemos venido tomando para cuidarnos. En este sentido, las técnicas señaladas por muchos medios a inicios de esta pandemia, sobre el uso de la meditación, el ejercicio y el mantenimiento de lazos sociales (así sean desde la distancia física) son clave. Pero lo más importante es encontrar nuevas maneras de enmarcar el riesgo, real y efectivo, al que seguimos estando expuestos. El efecto más nocivo de la fatiga es la subestimación del riesgo que produce, entonces ¿si el miedo inicial ya no es suficiente, que motivación podemos encontrar para cumplir las medidas de cuidado? Nuestra salud, la salud de otros o incluso algo tan aparentemente superficial como “mantener la buena racha de no haberse contagiado” puedan ayudar.

El segundo escenario es institucional y organizacional y se refiere a lo que gobiernos y empresas pueden hacer para controlar los efectos de la fatiga en las personas. Lo más importante es evitar una sobre publicitación del incumplimiento, la policía ha tomado la costumbre en los últimos días de presentar a los incumplidores de la cuarentena como criminales, frente a consolas de música incautadas como si fueran fusiles. Esto es sumamente torpe porque, por un lado, alimenta la idea (probablemente exagerada) de que “mucha gente” está incumpliendo la cuarentena en las personas, y por el otro, no funciona como disuasión de nada. Años de experiencia sobre control de comportamientos de fallos de acción colectiva como este pueden atestiguar que avergonzar a las personas no sirve sino para que intenten ocultarlos.

Seguir avanzando en las intervenciones que permiten ciertas “válvulas de escape” social en circunstancias controlables, también puede ayudar. Me refiero a la demarcación de distancia física en parques, la disposición de horarios escalonados para hacer ejercicio e incluso, el acompañamiento institucional a los eventuales incumplimientos ¿cómo hacer una reunión de personas con los menores riesgos posibles para una familia o grupo de amigos? Aunque nos incomode es una pregunta que vale la pena responder, puede hacer que una oportunidad grande de contagio se vuelva solo una inconveniencia social.

Reconocer esta fatiga no supone ceder a ella completamente, ni dejarse sobrecoger por sus consecuencias. No es una derrota de la voluntad que hemos tenido todos de enfrentar este reto enorme que nos lanzó la fortuna, al contrario, reconocerlo, entenderlo y enfrentarlo es la única manera de ponerlo bajo control. Y que otro día pase.