¿Cómo está la cultura ciudadana en Medellín?

Por Santiago Silva Jaramillo

La cultura ciudadana es, en su definición más sencilla, es una manera de comprender las relaciones de convivencia de una sociedad. Define las formas en las que las personas interactúan, valoran a los demás y resuelven problemas de coordinación social. Por eso la lectura de los resultados de la Encuesta de Cultura Ciudadana de Medellín 2023 resulta fundamental para hacernos una buena idea de los retos que enfrenta la ciudad de cara a la convivencia ciudadana.

En este sentido, podríamos definir cuatro agendas urgentes a las que la entrante administración distrital debe ponerle atención y en la que todos los demás agentes sociales podemos ayudar.

La primer agenda tiene que ver con la pérdida de confianza que ha sufrido la ciudad.

La crisis de confianza se siente en la reducción de la confianza interpersonal. Aunque en 2019 el 43% de los medellinenses decían que se “puede confiar en la mayoría de las personas”, este porcentaje se redujo al 32% en 2021 y a 31% en 2023.

La confianza en la Alcaldía estaba en 2023 en un bajón histórico. Solo el 17,7% de las personas confiaban en la entidad, una reducción del ya de por sí bajo porcentaje del 31% en 2021. Es posible que el solo cambio de administración reverse este porcentaje, pero el daño hecho a la confianza institucional es profundo y evidente en preguntas como esta.

Estas desconfianzas se ven alimentadas por las percepciones negativas sobre la honestidad y probidad de otros. Así, el 74,3% de los encuestados cree que más de la mitad de los funcionarios públicos son corruptos y 54,7% cree que más de la mitad de los ciudadanos son corruptos.

Una pregunta clave para conectar respecto a la confianza interpersonal y en general, a la disposición de los ciudadanos a movilizarse por la ciudad, el orgullo que sienten por Medellín, parece que no fue incluida en la encuesta de 2023. Pero entre el 2019 y el 2021 sabemos que hubo una reducción de las personas que se sentían “muy orgullosas” del 52% al 37% y un aumento de los que se sienten “poco orgullosos” del 10% al 16%. En versiones anteriores se evidenció que orgullo y confianza van de la mano, y que en buena medida las personas que se sienten orgullosas de Medellín confían en sus conciudadanos e instituciones; no es un asunto menor.

La segunda agenda son los problemas de convivencia.

Los problemas de vivir juntos afectan en mayor medida a los jóvenes. Algo más de la mitad de los jóvenes encuestados, el 54,7% reportó haber estado involucrado en alguna situación conflictiva el año pasado, es decir, una riña, una discusión con un vecino, un problema de ruido, entre otras.

Tener un vecino que puso música en volumen excesivo fue la situación conflictiva que más vivieron las personas de Medellín en 2023. Aunque dos tercios de estas personas no hicieron nada respecto al asunto. Este es un problema generalizado de la ciudad y al tiempo, uno al que para muchos la única opción ha sido la resignación.

Y esa es la tercera agenda, las reacciones y percepciones ciudadanas frente a situaciones conflictivas.

En general, la reacción más común al presenciar situaciones conflictivas como una riña o a un vecino agrediendo a sus hijos sigue siendo “no hacer nada”. Hay una tarea pendiente de seguir promoviendo la intervención no violenta en situaciones conflictivas, en particular, la mediación vecinal o la denuncia a autoridades.

Similares problemas enfrentamos respecto a las violencias basadas en género y la violencia intrafamiliar. El 39,6% de los encuestados reaccionaría de manera activa y no violenta (por ejemplo, denunciando a las autoridades) si presenciara a un vecino agrediendo a sus hijos. Por otro lado, casi el 9% de los hombres y el 5% de las mujeres están de acuerdo con la afirmación “cuando un hombre agrede a una mujer es porque ella le dio motivos”. Aunque porcentualmente baja, la sola presencia de la respuesta resulta preocupante.

Estas justificaciones se extienden a otras situaciones violentas. Solo el 57,6% de las personas rechazan todas las justificaciones de la violencia interpersonal. Este rechazo es menor en los jóvenes de la ciudad, con el 51,9% de los encuestados entre los 18 y 26 años rechazando toda justificación de la violencia interpersonal. Motivos como defenderse de una ofensa “al honor”, entre otras, siguen siendo reivindicadas por al menos uno de cada diez encuestados.

La cuarta agenda es, ante todo, el reconocimiento de lo que podemos movilizar para abordar muchos de estos problemas. Se dedica a sacar a relucir lo mejor de las personas.

La ciudad cuenta con buenos niveles de disposición a coexistir con la diversidad. Esto se mide principalmente con la pregunta “¿A usted no le gustaría tener como vecino…?” seguido de varias opciones poblacionales y arquetípicas. Se pregunta por personas reinsertadas y desmovilizadas de grupos armados, por personas que consumen droga o alcohol, personas de otro grupo étnico al suyo, de otra religión, y así. El 79,8% de los encuestados no expresó disgusto por ninguno de los vecinos hipotéticos. A los jóvenes les va particularmente bien en las preguntas sobre coexistencia y valoración de la diversidad.

Respecto a hábitos proambientales, hay una diferencia de casi veinte puntos entre el indicador de hábitos proambientales en mujeres respecto a los hombres. Lo mismo con el indicador de gestión de residuos sólidos. Sin embargo, la mayoría de los encuestados expresan una buena disposición y apropiación de hábitos de cuidado medio ambiental.

Y también, todo lo demás. A pesar de las reducciones, la confianza interpersonal en Medellín sigue siendo una de las más altas del país y al menos cinco veces mayor que la que se registra en Colombia; el orgullo por la ciudad sigue siendo altísimo y en general, la disposición de los medellinenses a cooperar por la ciudad y con sus conciudadanos es alentador. Hay que reconocer las contribuciones ciudadanas para mejorar las percepciones colectivas y construir confianza entre las personas, abrir espacios de diálogo y relacionamiento sobre información pública para construir confianza institucional y definir mejores mecanismos de gestión de problemas de convivencia cotidiana para mejorar las reacciones ciudadanas a la violencia.

La cultura ciudadana vive de movilizar estas cosas, poner a andar las expectativas positivas que tenemos los ciudadanos para enfrentar los problemas colectivos. Hay que empezar.

Si quieren consultar la Encuesta de Cultura Ciudadana 2023, la pueden ver acá: https://www.medellin.gov.co/es/wp-content/uploads/2023/12/Encuesta-de-Cultura-Ciudadana-2023.pdf

La doctrina del término medio.

A pesar de los 8.000 kilómetros y el par de siglos que los separaban, Aristóteles y Confucio, pilares de la filosofía en Occidente y Oriente, estaban de acuerdo en un punto fundamental sobre la posibilidad de la virtud: la importancia del punto medio. En “Cómo piensa el mundo”, Julian Baggini señala esta llamativa aunque no necesariamente sorpresiva coincidencia; dos de los más importantes e incluyentes pensadores de la historia (aunque muchos más después de ellos) compartían la idea de la virtud posible como la búsqueda de la mitad entre dos extremos.

Ahora, la virtud es importante no solo como estructura de principios, sino, y sobre todo, porque es también práctica. Así, «tanto en Confucio como en Aristóteles, mediante la reiteración de acciones correctas uno se convierte en una persona virtuosa (…) una vez incorporada la práctica, las buenas acciones se vuelven casi automáticas” (Baggini, 2020, p. 261). En esta idea de la virtud se vuelve fundamental lo que Baggini denomina como «la doctrina del término medio», y de la que decía Aristóteles: “el termino medio como la virtud que se sitúa ‘entre dos vicios, el que depende del exceso y el que depende del defecto’” (2020, p. 263).

Eso también quiere decir que el punto medio no necesariamente es estático, su fondo es la flexibilidad, porque el medio depende del contexto. Una situación y una persona diferente puede exigir que el término medio se incline hacia un lado o hacia otro. Si  esto es importante, la flexibilidad resulta fundamental, porque «el espíritu del término medio es evitar los extremos, y el hecho de aferrarse con excesiva rigidez a cualquier posición, por moderada que sea, es extremista” (Baggini, 2020, p. 265).

Esto va en sintonía con una preocupación fundamental de las filosofías de vida del mundo: el equilibrio, la virtud como evitación del exceso y el exceso como tener o ser mucho o muy poco de algo. Y el camino de la virtud, entonces, señalado por el camino del medio.

Referencia:

Baggini, J. (2020). Cómo piensa el mundo: una historia global de la filosofía. Bogotá: Planeta.

Darse un lujo.

En medio de la profunda crisis que vive el país, el optimismo puede parecer un lujo excesivo; un privilegio de los privilegiados y a pesar de esto, es absolutamente necesario para poder imaginar un futuro en el que las tensiones se relajen y los problemas, ojalá, se enfrenten. Algunos pueden ser exceptivos respecto al optimismo en medio de la convulsión, pero esas justas dudas no deberían disuadirnos a los que guardamos esperanzas de mantenerlas cerca.

Porque imaginar cómo podemos superar una situación problemática es todo menos ocioso o perjudicial. Si nos negamos esa posibilidad, nos podemos estar condenando al estancamiento de lo que no va bien, de lo que empeora y se enreda. Obviamente, el optimismo sin razones se acerca al delirio. Pero el pesimismo por defecto es igualmente torpe. Primero, porque termina siendo una condenada previa, un fracaso anunciado, una expresión del «complejo del fracaso» de Hirschman. Segundo, porque al poner el énfasis en lo que no parece posible resolver, dejamos de imaginar y probar soluciones. Ese pesimismo puede ser popular en medios sociales, pero puede ser profundamente perjudicial a la hora de abordar problemas colectivos.

Ahora ¿en qué basar el optimismo si no en desesperadas esperanzas?

En las personas. En todas, pero también en algunas. En todas porque hay muestras colectivas y espontáneas de la capacidad que tenemos para encontrar soluciones en situaciones complicadísimas (como especie, nación y comunidad política). Esto requiere de buenos canales de discusión e incidencia y exige una movilización potente de parte de los colombianos, pero su dificultad no es imposibilidad. Es un lío, pero ha ocurrido y ocurrirá; somos «revolvedores de problemas», desde nuestros mecanismos evolutivos de cooperación, hasta nuestras construcciones políticas de resolución de conflictos y distribución del poder son, al final, un kit para superar situaciones como esta.

Pero la confianza en que lograremos encontrar soluciones se puede basar también en «algunos». Esto es, todas las personas, grupos y organizaciones que están poniendo sus ideas, acciones y recursos en el objetivo común de superar esto, de encontrar nuevas soluciones, de movilizarlas de cara a que influencien las decisiones públicas y la conversación colectiva. Hay mucho talento, imaginación y esfuerzo entrando en movimiento.

Por estos días, escuchar, conversar y ver en acción a muchas de estas personas produce esperanza y nos recuerda que hay lujos necesarios.

Un compromiso por la reciprocidad lógica.

Una idea importante: la reciprocidad lógica.

¿Cuándo fue la última vez que usted le dio la razón a alguien en una discusión? Es decir, el momento en el que luego de una discusión (sin importar el tono o firmeza de las posiciones) escuchamos los argumentos contrarios, evaluamos su validez y consideramos su posición, y al final, concedimos que algo o mucha de la razón, estaba en nuestra contraparte. Esto no solo es poco común, es difícil, y puede explicarse por algunas razones como las disonancias cognitivas, las lealtades de grupo, la polarización política, entre otros. Pero hay un elemento que en su simpleza en ocasiones es obviado de la revisión sobre porqué nuestras conversaciones pueden parecer cerradas o complejas.

Estanislao Zuleta señalaba en varios lugares, incluido su «Elogio a la dificultad», la importancia para los espacios deliberativos de la presencia de «reciprocidad lógica», esto es, la idea de otorgar a la contraparte de una discusión la confianza sobre la validación de sus motivaciones, la sinceridad de sus intenciones y la convicción en sus argumentos. Es decir, reconocer en el otro a un igual argumental, potencialmente tan convencido como nosotros, tan juicioso y bien intencionado (así esté equivocado o defiendo algo con lo que no estemos de acuerdo) que nosotros mismos.

Así, cuando no reconocemos la reciprocidad lógica, es porque «preferimos que nuestra causa se juzgue por los propósitos y la adversaria por los resultados» (Zuleta, 2020, p. 20). El pedido popular en las discusiones colectivas de «respeto» por la contraparte es insuficiente, aunque sea necesario. Otorgar la reciprocidad lógica plantea la apertura de reconocer que la posición contraria se basa en presupuestos y argumentos de igual calidad que los nuestros, así, al final, estos no sean ciertos o no nos convenzan. Sin ese reconocimiento toda conversación es un fracaso anunciado, un intercambio de monólogos entre paredes.

Todo esto nos ayudaría a reformular un poco la pregunta del inicio, es decir: ¿Cuándo fue la última vez que usted le otorgó reciprocidad lógica a las ideas de alguien en una discusión?

Referencias:

Zuleta, E. (2020). Elogio a la dificultad y otros ensayos. Bogotá: Ariel.

Equivocarse para avanzar.

Es común que tengamos una expectativa de infalibilidad respecto de nuestros líderes. La idea de que no pueden y no deben equivocarse es ante todo una representación medio patriarcal y románticona de la realidad social y política, una expectativa de que no ocupan los lugares y cargos de liderazgos seres humanos, sino personajes infalibles y absolutos. Dueños de respuestas para todas las preguntas y certezas para todas las dudas y confusiones de la vida. Esas personas no existen y por eso resulta tan particular que los errores sean tan duramente castigados en los líderes que los cometen, pero sobre todo, en los que los reconocen.

El valor social de una cultura del error más amplia -la idea de que los aprendizajes sociales y las decisiones públicas mejoran al ponerlos a prueba, validarlos o ajustarlos luego de las equivocaciones- se soporta sobre todo en la posibilidad de encontrar mejores formas de abordar un problema viejo o incluso, de cambiar de rumbo una decisión que pueda estar siendo perjudicial. El cambio es adaptación, pero antes que eso, es humildad. Otra idea extraña para muchos líderes y su justificación tácita de infalibilidad (si uno nunca reconoce errores, al final está sugiriendo que no puede cometerlos).

Reconocer un error y también pedir excusas por haberlo cometido, resulta también fundamental para desescalar una situación de tensión extrema, mientras que permite que quién ocupa ese cargo pueda retomar algo del control de la conversación. Esto último es precisamente lo que auguro al reciente cambio de rumbo en el abordaje que la alcaldesa de Bogotá, Claudia López, dio para el tratamiento del descontento manifestado por muchos ciudadanos en el Paro Nacional y las protestas que suman más de veinte días en Colombia.

Ahora, lo llamativo de la intervención de la alcaldesa es sintomático de lo extraño que parece ser para nosotros que un líder político acepte equivocarse y anuncie un cambio en las políticas que viene adelantando. Desde algunos lugares esto es visto como debilidad o incluso, como el inaceptable otorgamiento de una victoria a una contraparte o adversario. Aparte de ser una postura problemática para la democracia -por dicotómica y reaccionaria-, esta idea incentiva a los políticos testarudos que nunca aceptan errores o hacen ajustes o a los que hacen ajustes menores, mientras no reconocen que la motivación de esos cambios pudo ser haber caído en cuenta de un error. Enmendar es importante para cualquier ejercicio vital, pero se convierte en fundamental para lograr efectivas transformaciones sociales que aborden problemas colectivos.

La capacidad para cambiar de opinión es probablemente una de las cualidades fundamentales del liderazgo, y la posibilidad de reconocer errores y hacer ajustes es su requisito. Por eso es una lástima que muchos de nuestros líderes la subestimen y que muchos de nosotros, en ocasiones, les hallamos exigido una imposible infalibilidad.

Otra crisis de confianza.

La crisis de confianza es todo menos novedosa, enfrentamos un problema sustancial de confiabilidad institucional en Colombia.

Las calles arden. De acuerdo al Ministerio de Defensa entre el 28 de abril y el 10 de mayo se han presentado unas 5.569 actividades asociadas al paro nacional (marchas, concentraciones, bloqueos, asambleas y movilizaciones), y según la Defensoría del Pueblo, al 11 de mayo se habían reportado 42 muertos durante las protestas. Al descontento y la violencia en las calles, se suma la información sobre las emociones tristes en las cabezas y los corazones de los colombianos. El 13 de mayo la Universidad El Rosario y la encuestadora Cifras y Conceptos presentó datos sobre las percepciones de los jóvenes en Colombia sobre la situación del país. Acertadamente, titularon el informe de análisis de la encuesta como «Una crisis de confianza».

En efecto, la confianza de los jóvenes colombianos en las fuerzas militares, sus alcaldías municipales, la policía nacional, su gobierno departamental y el presidente de la república pasó de 47%, 36%, 29%, 23% y 13% en enero de 2020 a 27%, 21%, 13%, 19% y 9% en 2021. La desconfianza en las instituciones públicas es esperable, pero incluso los niveles de confianza en instituciones sociales como la Universidad Públicas y Privadas parecen resentidas, con un 58% y 44%, respectivamente. La confianza en las instituciones es subsistémica, es decir, se organiza por grupos de instituciones similares y se retroalimenta entre esos grupos. Así, cuando mejora en alguno de esos grupos, sobre todo el de instituciones públicas, mejora en los demás, pero cuando se resiente, lo hace en otros. Una crisis de confianza no es entonces «solo» un problema de las instituciones a las que peor les va, es una crisis social.

Pero la crisis, aunque empeorada por la coyuntura, no es coyuntural, la confianza de los colombianos en sus instituciones ha venido decreciendo de manera sistemática en los últimos treinta años. Según la Encuesta Mundial de Valores, la confianza en la Policía pasó del 52% al 24% entre 1998 y 2018. Pero esto supera a la policía, el gobierno nacional, las cortes, el congreso, los gobiernos locales, las grandes empresas, la iglesia y la academia, todos enfrentan retos enormes por reducción de la confianza que despiertan en las personas. La confianza es importante porque reduce costos de transacción sociales y económicos, facilita la acción colectiva y motiva comportamientos como la solidaridad, el altruismo y el cumplimiento de normas y acuerdos. Perderla es una tragedia silenciosa, pero terrible.

¿Qué podemos hacer entonces? Probablemente lo primero sea seguir entendiendo mejor lo que nos está pasando (insisto, más allá de la coyuntura, por más relevante que sea), pero hay tres ideas generales que pueden verse como fundamentos de la confianza que las personas pueden desarrollar, recuperar o sentir por una institución (sea pública o privada). En primer lugar, la convicción de que la institución quiere lo mejor para las personas y la sociedad y que dado el caso será recíproca con las personas cuando confíen en ella. Esto puede verse como la alineación de intereses y la percepción de benevolencia. Es fundamental, pero difícil en tanto las instituciones pueden ver afectada esta percepción por miembros que violen expectativas de reciprocidad que tengan las personas. Lo segundo es la transparencia y la apertura la regulación. Ser transparentes es fundamental, pero insuficiente, la clave para superar el efecto que la asimetría entre institución y personas produce es la posibilidad de la regulación. Es decir, que las personas puedan señalar los errores de la institución y que esta regulación tenga efectos sobre cambios y castigos que se realicen. La tercera idea se refiere a la posibilidad de generar lazos identitarios de cercanía y mantener la consistencia en las acciones y decisiones de la institución.

Por estos días en los que se conversa sobre ajustes institucionales como la reforma policial, vale la pena tener presente la relevancia de la agenda de la confianza y en parte, en los fundamentos de esa posibilidad de superar la crisis y que las personas puedan confiar de nuevo. O por primera vez.

Algunas ideas para comunicar en medio de crisis.

Los contextos pueden ser determinantes para el tipo de comunicación que realiza una organización. Las crisis de reputación o de confianza, por ejemplo, son momentos específicos en las que las preocupaciones y formas de la organización deben adaptarse rápidamente para mejorar los canales, proteger a la organización (y en ocasiones, a la sociedad) y establecer una conversación constructiva con los actores relevantes y los públicos interesados. El objetivo principal es la superación de la crisis, reduciendo al máximo las consecuencias negativas en términos organizacionales y sociales. Sea pública, privada o social, la manera como una organización asume un momento de crisis en la forma como se comunica con las personas es fundamental. Por estos días de dificultades en las que gobiernos, agencias públicas, empresas e incluso organizaciones sociales se la pasan de “problema en problema”, estas tres ideas pueden ayudar un poco:

  1. El dilema de la espontaneidad: las acciones y hechos con mejores efectos sobre la comunicación suelen ser espontáneos. Expresiones de apoyo, mensajes positivos e incluso, defensas de la organización son valiosas en tanto no planeadas o adelantadas por alguien ajeno a la organización. Por eso, no hay que fingirlos, pero sí buscarlos, visibilizarlos y enviar la señal organizacional de que hay que propiciarlos. Esto puede ser suficiente para que se produzcan más y sobre todo, para que cuando ocurran, no se pierdan entre las costuras.
  2. Los criterios del daño: antes de publicar algo, vale la pena preguntarse ¿esto puede calmar o exacerbar los ánimos en este momento? Si es así ¿es absolutamente necesario que lo publiquemos? Y si esto también es así ¿hay maneras de decir esto mismo de una forma que reduzca su efecto negativo o potencial de exacerbar las cosas? El criterio general aquí es evitar empeorar las cosas y pensando en esto, en ocasiones la decisión de no decir nada puede ser válida.
  3. Narrativas y símbolos: las palabras usadas, los hechos narrados y los símbolos presentados importan. Escogerlos siempre con la idea de desescalar en la cabeza. Respecto a la narrativa, es importante algo que permita movilizar a grupos de interés o públicos relevantes. Es importante que las personas puedan identificarse con la invitación. La coherencia resulta también fundamental y a la vez, difícil de mantener. Muchas organizaciones tienen que enfrentar la disonancia entre acción y mensaje simplemente porque uno de sus miembros hace o dice algo que va en contravía de lo que la organización quiere decir.

Evitar a tentación de forzar la espontaneidad, mientras que se le pone buen ojo a las cosas bonitas, reducir posibilidades de empeorar las cosas, incluso, echando mano al silencio, y confiar en narrativas y símbolos potentes, en particular, preocupándose por la coherencia y la movilización. Tres ideas sencillas, para cuando las notificaciones se llenan de malas noticias.

Pluralismo y conversación.

La promesa más importante que nos hace la democracia es la de la convivencia plural. Es decir, la posibilidad -extrañísima por casi toda la historia humana- de que personas de grupos y con ideas diferentes (algunas absolutamente distintas, antagónicas) puedan vivir juntos, prosperar y sobre todo, evitar el uso de la violencia para resolver sus disputas. Esta promesa es fundamento democrático y a la vez, beneficio de su buen desarrollo. Un mecanismo fundamental que propicia y garantiza la democracia liberal es la posibilidad de esa conversación plural que resuelve problemas, define políticas, toma decisiones y evita la violencia.

Ahora bien, conversar con alguien, en particular si sostiene una posición contraria a la nuestra, no supone reconocer en esa posición verdad, en ocasiones, ni siquiera validez. También lo insostenible tiene que ponerse de manifiesto para poderse escuchar, entender y dado el caso, desentrañar argumentalmente en el objetivo de persuadir a alguien o incluso, de llevarlo a moderar sus ideas y posiciones, de dudar de sus certezas. Pero la democracia no se puede dar el lujo de dejar sin decir las cosas, no puede permitirse que las ideas problemáticas y tensiones latentes supuren por la falta de airear las diferencias.

Pero un paso fundamental para esa discusión sincera es la humildad propia con la que nos aproximamos a debates y conversaciones. Hay algo asustador en las personas llenas de certezas; creo que deberíamos valorar mejor la inseguridad de ideas y opiniones, porque en la duda puede estar la prudencia que en ocasiones diferencian la deliberación democrática y pluralista, de la pelea en la que nadie escucha y nadie habla realmente. Esto no es sencillo, primero, porque los extremos suelen estar sobrerrepresentados en la conversación pública que se da en medio sociales, esto tiene el efecto de espantar a muchos moderados de involucrarse, pero además, crean la representación que las posiciones son más irreconciliables de lo que realmente son. Segundo, porque así como lo señala Jonathan Haidt en «La mente de los justos», nuestras ideas y opiniones no son solo eso, son características de identificación moral que nos acercan a nuestro grupo de referencia y nos ciega frente a cualquier posibilidad de dudar de ellas.

Ahora, esa dificultad no hace imposible, y mucho menos indeseable, la conversación sincera como esfuerzo social, ¡todo lo contrario! La conversación sincera y pluralista es deseable para una democracia porque puede evitar que los problemas y las tensiones se conviertan en violencia (o puede permitir que dejen de hacerlo) y permite afinar las ideas, ofreciéndolas a la firme revisión y ajustes de los que les encuentran problemas. Por esto, en momentos terribles como el que actualmente atraviesa Colombia, resultan tan valiosas las invitaciones a revisar lo que podemos mejorar en nuestros procesos de acuerdo y desacuerdo político. La Universidad EAFIT, por ejemplo, ha señalado recientemente la importancia de aprovechar estos momentos críticos para “cultivar la democracia” (un metáfora muy bonita y potente). Otras instituciones de educación superior del país, además de organizaciones, grupos, e incluso empresas del país han asumido retos similares.

En medio de las manifestaciones masivas, los abusos de la policía y la respuestas entre descuidada y excesiva en violencia del gobierno nacional, puede resultar difícil para algunas personas hablar de diálogo, conversación, incluso debate o discusión. Pero al final, ese será el escenario (al menos el que nos ayude a avanzar en nuestra democracia) en el que intentaremos resolver los problemas que estamos enfrentando. Al fin de cuentas, esa es siempre ha sido la promesa.

Tapar el número.

Enfrentamientos entre manifestantes y el ESMAD.

Al fin, las fuerzas políticas colombianas parecen dispuestas a conversar para intentar dar una tregua a la situación que vive el país. Pero la incapacidad del Gobierno Nacional y la Fuerza Pública de reconocer siquiera la posibilidad del uso excesivo de la fuerza, del abuso y de los episodios (¡incluidos homicidios!) en donde la evidencia en video es clarísima, es uno de los obstáculos más grandes a los diálogos que pretenden desescalar la violencia en las calles. No es solo una cuestión del inicio de investigaciones sobre casos concretos (lo que es bienvenido, por supuesto), sino el reconocimiento y la acción efectiva para evitar que sigan ocurriendo.

Porque tratar esto como casos aislados es muy problemático e implica desconocer las responsabilidades institucionales y de mando. La Fuerza Pública colombiana tiene profundos problemas institucionales, muchos de ellos son legado de décadas de conflicto armado y guerra degradada. Un preocupante ejemplo es la práctica (generalizada en los agentes de policía en las calles) de taparse su número de identificación y usar el casco en las noches para dificultar los ejercicios de control y transparencia. Está tan extendido por estos días que no parece coincidencia; evidentemente no es una cuestión de comodidad o requisito de la operatividad, intenta reducir la posibilidad de identificación para eventuales procesos disciplinares o penales en caso de abusos.

Esto supone, por lo extendido, o que los mandos no le dan importancia, que lo permiten o que lo ordenan, todas posibilidades terribles. Si la negación es combustible para la indignación y la rabia que manda ciudadanos a las calles, el primer paso para calmar un poco las cosas puede ser reconocer que hay un problema, seguido del anuncio de investigaciones que esclarezcan y la apertura a adelantar los cambios generales que se desprendan de estas investigaciones. El mayor fracaso de la gestión policial es la no protección de la vida de los ciudadanos. Todas las válvulas de control de la institución deberían activarse, rechazando y buscando esclarecer, cuando un policía deshonra de esta forma su mandato constitucional.

De ahí que los llamados a la reforma policial no sean una cuestión secundaria. Es posible pensar que buena parte de los problemas que enfrentamos ahora tengan más que ver con los abusos de la policía durante las manifestaciones que por la indignación inicial con la Reforma Tributaria. Las conversaciones que se empiezan a adelantar entre actores políticos en Colombia tienen sobre la mesa esta cuestión, aunque desde el gobierno nacional parece haber poca disposición a que esto ocurra. Una nueva torpeza.