
No van bien las cosas. Es evidente y, sin embargo, en el crispado entramado de redes, medios y discusiones personales, se sigue tensionando el ambiente. La Reforma Tributaria presentada por el gobierno nacional colombiano, necesaria para financiar los gastos de la pandemia y bajar las cejas levantadas de las calificadoras de riesgo, se encontró con una oposición ciudadana que se convirtió en protestas masivas el 28 de abril. Los hechos de represión de estas manifestaciones y abuso por parte de la Policía han llevado al país a una situación terrible. La reforma fue poco y mal explicada, una mezcla de subestimar la deliberación ciudadana y sobrestimar el trámite de una decisión “técnica” fue su condena (probablemente mayor que las decisiones que las personas suponían como inconvenientes).
Pero no fue solo eso, fue también su impertinencia. Hogares asfixiados por un año largo de pandemia que, como reportó también por estos días el DANE, nos hizo retroceder una década en reducción de pobreza. Las medidas de restricción de la libertad en el marco de la pandemia, sumado a la misma gestión deficiente de los contagios, las muertes y el plan de vacunación solo volvieron más desesperado lo que al final de cuentas terminó siendo una válvula de escape en la forma de una reforma que parecía ir en contravía de la situación. Economistas, funcionarios y entusiastas espontáneos señalaron que la reforma era necesaria, que técnicamente suponía avances en la progresividad tributaria en Colombia. La mayoría de las líderes políticas y los ciudadanos no la vieron nunca así.
Hace poco se ha hecho popular una dicotomía entre la técnica y la política como fórmulas de gestión y comportamiento en los asuntos públicos. En esta discusión, la política ha llevado las de perder –al menos discursivamente-, menospreciada por la objetividad y la “justicia” de las decisiones y formas de la tecnocracia. La dicotomía también supone un falso dilema. No es una cuestión de escoger, sino de equilibrar. Las decisiones públicas sin técnica pueden ser irresponsables; las decisiones públicas sin política y ciudadanía suelen ser torpes e impositivas.
Esto también exige el reconocimiento de que hay conocimiento valiosa más allá de las universidades, equipos técnicos y gremios especializados. Las comunidades saben mucho sobre sus problemas, tienen experiencias valiosísimas sobre sus realidades. Desconocerlo, no tenerlo en cuenta, puede resultar terriblemente inconveniente y en ocasiones, simplemente poco estratégico.
Reivindicar la política en esta discusión no solo es un llamado a la realidad, que puede verse como un aporte del pragmatismo. En efecto, la política permite afinar ideas y decisiones a través de la deliberación y la compresión contextual, pero, sobre todo, permite dotar de legitimidad a las políticas y acciones públicas. La legitimidad de las decisiones públicas obliga a alcanzar consensos sociales; es decir, acordar mínimos que sean incluyentes y garanticen la mayor cantidad de participación posible. Esto suele ser complejo de lograr y en ocasiones costoso, pero puede mejorar sustancialmente las posibilidades de éxito de una decisión pública.
Ahora, la falta de calle de la reforma como decisión y su propuesta como proceso no solo impidió un cambio (insisto, “posiblemente” deseable), sino que puso en movimiento la cadena de eventos que tienen a muchos ciudadanos en el lugar en el que se encuentran ahora. En la calle.