Llevo un par de años escribiendo este libro. Buena parte estaba listo cuando dejé el servicio público en 2020, pero los últimos dos años sirvieron para ajustar, ampliar y lograr un diseño que recogiera de manera suficiente el objetivo del texto. «Ideas sobre el servicio público, para nuevos políticos y servidores públicos en Colombia» es un libro que pretende contribuir a la conversación sobre la necesidad de la ética y los valores en las variables relevantes de las personas que quieren hacer o ya hacen parte del Estado. Habla sobre reflexión propia, responsabilidad, humildad y búsqueda de la concordia, entre entras cosas, y echa mano de algunas lecturas personas en filosofía política e historia para señalar diez ideas sobre cómo podríamos tener (y ser) mejores servidores públicos para el país.
Si les interesa leerlo, esta es la versión digital:
¿Cuándo fue la última vez te tuvo una conversación con alguien realmente diferente a usted? Pero no cualquier conversación, una centrada en comprender las ideas, escuchar las preocupaciones y acercarse a las motivaciones de ese otro. Es improbable que haya sido reciente y si sí, que sea una de muchas conversaciones. Estas conversaciones son poco comunes y en cierta medida, por esto mismo, muy valiosas.
Uno de los principales objetivos de la iniciativa «Tenemos que hablar Colombia» es que miles de colombianos tengan la oportunidad de tener este tipo de conversación. Inesperada, aleatoria, diversa y centrada en escuchar a los demás, en quizás, comprender un poco mejor las razones, emociones y valores detrás de sus preocupaciones, ideas o propuestas para el país. Al final, la importancia del diálogo está en la posibilidad de lograr conexiones al poder escucharnos entre nosotros. Hay algo profundamente poderoso, aunque en ocasiones subestimado, en conocer las razones, ideas y preocupaciones de otros. Uno puede seguir discrepando con alguien, pero detallar sus posiciones les da rostro, agencia, no valida necesariamente sus ideas, pero sí su humanidad.
De ahí lo bonito de esto que señala Julian Baggini en «Cómo piensa el mundo»: “El diálogo autentico requiere escucha atenta, pero también examen y cuestionamientos mutuos (…) la crítica y la discrepancia solo son irrespetuosas cuando dimanan de una combinación de arrogancia e ignorancia”. En escucharnos hay reconocimiento y en esto, la opción de enlazar nuestra forma de pensar y sentir, incluso, cuando no estamos de acuerdo.
«Tenemos que hablar Colombia» es una iniciativa liderada por seis universidades públicas y privadas colombianas y dos organizaciones impulsoras. Y acompañada por una lista larga de aliados. Su principal objetivo es adelantar escenarios de conversación masiva y representativa a nivel nacional, buscando reconocer preocupaciones, valoraciones y sueños de los colombianos. Tiene tres modalidades: «Colombia a escala», «Conversar es mejor» y «Diálogo de diálogos».
«Colombia a escala» busca que una muestra representativa participe de los escenarios de conversación. Es como una «encuesta conversada». Se guía por 3 ciclos de conversación: 1. ¿Qué cambiar, mantener y mejorar? 2. ¿Qué es prioritario? y 3. ¿Cómo y quién debe liderar el cambio?. «Conversar es mejor» recoge estas tres preguntas, pero se centra en conversaciones un poco más espontáneas y abiertas. El énfasis aquí es la participación, que entre más personas conversen, mejor. Y «Diálogo de diálogo», que reconoce que ya hay muchos espacios de conversación y diálogo ocurriendo y que en todas ellas puede haber muy buena información para complementar lo que encontremos en las otras dos modalidades.
Desde estas tres fuentes analizaremos las respuestas en dos niveles: 1. Preocupaciones, perspectivas de mejora, propuestas, responsables y agendas de cambio social en Colombia y 2. Emociones, reglas, valoraciones y confianza y prosocialidad en los participantes. Las conversaciones se darán entre agosto y noviembre de este año. Los resultados se analizarán entre diciembre y febrero y los informes que den cuenta de los hallazgos se presentarán en febrero y marzo de 2022.
En medio de la profunda crisis que vive el país, el optimismo puede parecer un lujo excesivo; un privilegio de los privilegiados y a pesar de esto, es absolutamente necesario para poder imaginar un futuro en el que las tensiones se relajen y los problemas, ojalá, se enfrenten. Algunos pueden ser exceptivos respecto al optimismo en medio de la convulsión, pero esas justas dudas no deberían disuadirnos a los que guardamos esperanzas de mantenerlas cerca.
Porque imaginar cómo podemos superar una situación problemática es todo menos ocioso o perjudicial. Si nos negamos esa posibilidad, nos podemos estar condenando al estancamiento de lo que no va bien, de lo que empeora y se enreda. Obviamente, el optimismo sin razones se acerca al delirio. Pero el pesimismo por defecto es igualmente torpe. Primero, porque termina siendo una condenada previa, un fracaso anunciado, una expresión del «complejo del fracaso» de Hirschman. Segundo, porque al poner el énfasis en lo que no parece posible resolver, dejamos de imaginar y probar soluciones. Ese pesimismo puede ser popular en medios sociales, pero puede ser profundamente perjudicial a la hora de abordar problemas colectivos.
Ahora ¿en qué basar el optimismo si no en desesperadas esperanzas?
En las personas. En todas, pero también en algunas. En todas porque hay muestras colectivas y espontáneas de la capacidad que tenemos para encontrar soluciones en situaciones complicadísimas (como especie, nación y comunidad política). Esto requiere de buenos canales de discusión e incidencia y exige una movilización potente de parte de los colombianos, pero su dificultad no es imposibilidad. Es un lío, pero ha ocurrido y ocurrirá; somos «revolvedores de problemas», desde nuestros mecanismos evolutivos de cooperación, hasta nuestras construcciones políticas de resolución de conflictos y distribución del poder son, al final, un kit para superar situaciones como esta.
Pero la confianza en que lograremos encontrar soluciones se puede basar también en «algunos». Esto es, todas las personas, grupos y organizaciones que están poniendo sus ideas, acciones y recursos en el objetivo común de superar esto, de encontrar nuevas soluciones, de movilizarlas de cara a que influencien las decisiones públicas y la conversación colectiva. Hay mucho talento, imaginación y esfuerzo entrando en movimiento.
Por estos días, escuchar, conversar y ver en acción a muchas de estas personas produce esperanza y nos recuerda que hay lujos necesarios.
Es común que tengamos una expectativa de infalibilidad respecto de nuestros líderes. La idea de que no pueden y no deben equivocarse es ante todo una representación medio patriarcal y románticona de la realidad social y política, una expectativa de que no ocupan los lugares y cargos de liderazgos seres humanos, sino personajes infalibles y absolutos. Dueños de respuestas para todas las preguntas y certezas para todas las dudas y confusiones de la vida. Esas personas no existen y por eso resulta tan particular que los errores sean tan duramente castigados en los líderes que los cometen, pero sobre todo, en los que los reconocen.
El valor social de una cultura del error más amplia -la idea de que los aprendizajes sociales y las decisiones públicas mejoran al ponerlos a prueba, validarlos o ajustarlos luego de las equivocaciones- se soporta sobre todo en la posibilidad de encontrar mejores formas de abordar un problema viejo o incluso, de cambiar de rumbo una decisión que pueda estar siendo perjudicial. El cambio es adaptación, pero antes que eso, es humildad. Otra idea extraña para muchos líderes y su justificación tácita de infalibilidad (si uno nunca reconoce errores, al final está sugiriendo que no puede cometerlos).
Reconocer un error y también pedir excusas por haberlo cometido, resulta también fundamental para desescalar una situación de tensión extrema, mientras que permite que quién ocupa ese cargo pueda retomar algo del control de la conversación. Esto último es precisamente lo que auguro al reciente cambio de rumbo en el abordaje que la alcaldesa de Bogotá, Claudia López, dio para el tratamiento del descontento manifestado por muchos ciudadanos en el Paro Nacional y las protestas que suman más de veinte días en Colombia.
Ahora, lo llamativo de la intervención de la alcaldesa es sintomático de lo extraño que parece ser para nosotros que un líder político acepte equivocarse y anuncie un cambio en las políticas que viene adelantando. Desde algunos lugares esto es visto como debilidad o incluso, como el inaceptable otorgamiento de una victoria a una contraparte o adversario. Aparte de ser una postura problemática para la democracia -por dicotómica y reaccionaria-, esta idea incentiva a los políticos testarudos que nunca aceptan errores o hacen ajustes o a los que hacen ajustes menores, mientras no reconocen que la motivación de esos cambios pudo ser haber caído en cuenta de un error. Enmendar es importante para cualquier ejercicio vital, pero se convierte en fundamental para lograr efectivas transformaciones sociales que aborden problemas colectivos.
La capacidad para cambiar de opinión es probablemente una de las cualidades fundamentales del liderazgo, y la posibilidad de reconocer errores y hacer ajustes es su requisito. Por eso es una lástima que muchos de nuestros líderes la subestimen y que muchos de nosotros, en ocasiones, les hallamos exigido una imposible infalibilidad.
La crisis de confianza es todo menos novedosa, enfrentamos un problema sustancial de confiabilidad institucional en Colombia.
Las calles arden. De acuerdo al Ministerio de Defensa entre el 28 de abril y el 10 de mayo se han presentado unas 5.569 actividades asociadas al paro nacional (marchas, concentraciones, bloqueos, asambleas y movilizaciones), y según la Defensoría del Pueblo, al 11 de mayo se habían reportado 42 muertos durante las protestas. Al descontento y la violencia en las calles, se suma la información sobre las emociones tristes en las cabezas y los corazones de los colombianos. El 13 de mayo la Universidad El Rosario y la encuestadora Cifras y Conceptos presentó datos sobre las percepciones de los jóvenes en Colombia sobre la situación del país. Acertadamente, titularon el informe de análisis de la encuesta como «Una crisis de confianza».
En efecto, la confianza de los jóvenes colombianos en las fuerzas militares, sus alcaldías municipales, la policía nacional, su gobierno departamental y el presidente de la república pasó de 47%, 36%, 29%, 23% y 13% en enero de 2020 a 27%, 21%, 13%, 19% y 9% en 2021. La desconfianza en las instituciones públicas es esperable, pero incluso los niveles de confianza en instituciones sociales como la Universidad Públicas y Privadas parecen resentidas, con un 58% y 44%, respectivamente. La confianza en las instituciones es subsistémica, es decir, se organiza por grupos de instituciones similares y se retroalimenta entre esos grupos. Así, cuando mejora en alguno de esos grupos, sobre todo el de instituciones públicas, mejora en los demás, pero cuando se resiente, lo hace en otros. Una crisis de confianza no es entonces «solo» un problema de las instituciones a las que peor les va, es una crisis social.
Pero la crisis,aunque empeorada por la coyuntura, no es coyuntural, la confianza de los colombianos en sus instituciones ha venido decreciendo de manera sistemática en los últimos treinta años. Según la Encuesta Mundial de Valores, la confianza en la Policía pasó del 52% al 24% entre 1998 y 2018. Pero esto supera a la policía, el gobierno nacional, las cortes, el congreso, los gobiernos locales, las grandes empresas, la iglesia y la academia, todos enfrentan retos enormes por reducción de la confianza que despiertan en las personas. La confianza es importante porque reduce costos de transacción sociales y económicos, facilita la acción colectiva y motiva comportamientos como la solidaridad, el altruismo y el cumplimiento de normas y acuerdos. Perderla es una tragedia silenciosa, pero terrible.
¿Qué podemos hacer entonces? Probablemente lo primero sea seguir entendiendo mejor lo que nos está pasando (insisto, más allá de la coyuntura, por más relevante que sea), pero hay tres ideas generales que pueden verse como fundamentos de la confianza que las personas pueden desarrollar, recuperar o sentir por una institución (sea pública o privada). En primer lugar, la convicción de que la institución quiere lo mejor para las personas y la sociedad y que dado el caso será recíproca con las personas cuando confíen en ella. Esto puede verse como la alineación de intereses y la percepción de benevolencia. Es fundamental, pero difícil en tanto las instituciones pueden ver afectada esta percepción por miembros que violen expectativas de reciprocidad que tengan las personas. Lo segundo es la transparencia y la apertura la regulación. Ser transparentes es fundamental, pero insuficiente, la clave para superar el efecto que la asimetría entre institución y personas produce es la posibilidad de la regulación. Es decir, que las personas puedan señalar los errores de la institución y que esta regulación tenga efectos sobre cambios y castigos que se realicen. La tercera idea se refiere a la posibilidad de generar lazos identitarios de cercanía y mantener la consistencia en las acciones y decisiones de la institución.
Por estos días en los que se conversa sobre ajustes institucionales como la reforma policial, vale la pena tener presente la relevancia de la agenda de la confianza y en parte, en los fundamentos de esa posibilidad de superar la crisis y que las personas puedan confiar de nuevo. O por primera vez.
La promesa más importante que nos hace la democracia es la de la convivencia plural. Es decir, la posibilidad -extrañísima por casi toda la historia humana- de que personas de grupos y con ideas diferentes (algunas absolutamente distintas, antagónicas) puedan vivir juntos, prosperar y sobre todo, evitar el uso de la violencia para resolver sus disputas. Esta promesa es fundamento democrático y a la vez, beneficio de su buen desarrollo. Un mecanismo fundamental que propicia y garantiza la democracia liberal es la posibilidad de esa conversación plural que resuelve problemas, define políticas, toma decisiones y evita la violencia.
Ahora bien, conversar con alguien, en particular si sostiene una posición contraria a la nuestra, no supone reconocer en esa posición verdad, en ocasiones, ni siquiera validez. También lo insostenible tiene que ponerse de manifiesto para poderse escuchar, entender y dado el caso, desentrañar argumentalmente en el objetivo de persuadir a alguien o incluso, de llevarlo a moderar sus ideas y posiciones, de dudar de sus certezas. Pero la democracia no se puede dar el lujo de dejar sin decir las cosas, no puede permitirse que las ideas problemáticas y tensiones latentes supuren por la falta de airear las diferencias.
Pero un paso fundamental para esa discusión sincera es la humildad propia con la que nos aproximamos a debates y conversaciones. Hay algo asustador en las personas llenas de certezas; creo que deberíamos valorar mejor la inseguridad de ideas y opiniones, porque en la duda puede estar la prudencia que en ocasiones diferencian la deliberación democrática y pluralista, de la pelea en la que nadie escucha y nadie habla realmente. Esto no es sencillo, primero, porque los extremos suelen estar sobrerrepresentados en la conversación pública que se da en medio sociales, esto tiene el efecto de espantar a muchos moderados de involucrarse, pero además, crean la representación que las posiciones son más irreconciliables de lo que realmente son. Segundo, porque así como lo señala Jonathan Haidt en «La mente de los justos», nuestras ideas y opiniones no son solo eso, son características de identificación moral que nos acercan a nuestro grupo de referencia y nos ciega frente a cualquier posibilidad de dudar de ellas.
Ahora, esa dificultad no hace imposible, y mucho menos indeseable, la conversación sincera como esfuerzo social, ¡todo lo contrario! La conversación sincera y pluralista es deseable para una democracia porque puede evitar que los problemas y las tensiones se conviertan en violencia (o puede permitir que dejen de hacerlo) y permite afinar las ideas, ofreciéndolas a la firme revisión y ajustes de los que les encuentran problemas. Por esto, en momentos terribles como el que actualmente atraviesa Colombia, resultan tan valiosas las invitaciones a revisar lo que podemos mejorar en nuestros procesos de acuerdo y desacuerdo político. La Universidad EAFIT, por ejemplo, ha señalado recientemente la importancia de aprovechar estos momentos críticos para “cultivar la democracia” (un metáfora muy bonita y potente). Otras instituciones de educación superior del país, además de organizaciones, grupos, e incluso empresas del país han asumido retos similares.
En medio de las manifestaciones masivas, los abusos de la policía y la respuestas entre descuidada y excesiva en violencia del gobierno nacional, puede resultar difícil para algunas personas hablar de diálogo, conversación, incluso debate o discusión. Pero al final, ese será el escenario (al menos el que nos ayude a avanzar en nuestra democracia) en el que intentaremos resolver los problemas que estamos enfrentando. Al fin de cuentas, esa es siempre ha sido la promesa.
Al fin, las fuerzas políticas colombianas parecen dispuestas a conversar para intentar dar una tregua a la situación que vive el país. Pero la incapacidad del Gobierno Nacional y la Fuerza Pública de reconocer siquiera la posibilidad del uso excesivo de la fuerza, del abuso y de los episodios (¡incluidos homicidios!) en donde la evidencia en video es clarísima, es uno de los obstáculos más grandes a los diálogos que pretenden desescalar la violencia en las calles. No es solo una cuestión del inicio de investigaciones sobre casos concretos (lo que es bienvenido, por supuesto), sino el reconocimiento y la acción efectiva para evitar que sigan ocurriendo.
Porque tratar esto como casos aislados es muy problemático e implica desconocer las responsabilidades institucionales y de mando. La Fuerza Pública colombiana tiene profundos problemas institucionales, muchos de ellos son legado de décadas de conflicto armado y guerra degradada. Un preocupante ejemplo es la práctica (generalizada en los agentes de policía en las calles) de taparse su número de identificación y usar el casco en las noches para dificultar los ejercicios de control y transparencia. Está tan extendido por estos días que no parece coincidencia; evidentemente no es una cuestión de comodidad o requisito de la operatividad, intenta reducir la posibilidad de identificación para eventuales procesos disciplinares o penales en caso de abusos.
Esto supone, por lo extendido, o que los mandos no le dan importancia, que lo permiten o que lo ordenan, todas posibilidades terribles. Si la negación es combustible para la indignación y la rabia que manda ciudadanos a las calles, el primer paso para calmar un poco las cosas puede ser reconocer que hay un problema, seguido del anuncio de investigaciones que esclarezcan y la apertura a adelantar los cambios generales que se desprendan de estas investigaciones. El mayor fracaso de la gestión policial es la no protección de la vida de los ciudadanos. Todas las válvulas de control de la institución deberían activarse, rechazando y buscando esclarecer, cuando un policía deshonra de esta forma su mandato constitucional.
De ahí que los llamados a la reforma policial no sean una cuestión secundaria. Es posible pensar que buena parte de los problemas que enfrentamos ahora tengan más que ver con los abusos de la policía durante las manifestaciones que por la indignación inicial con la Reforma Tributaria. Las conversaciones que se empiezan a adelantar entre actores políticos en Colombia tienen sobre la mesa esta cuestión, aunque desde el gobierno nacional parece haber poca disposición a que esto ocurra. Una nueva torpeza.
No van bien las cosas. Es evidente y, sin embargo, en el crispado entramado de redes, medios y discusiones personales, se sigue tensionando el ambiente. La Reforma Tributaria presentada por el gobierno nacional colombiano, necesaria para financiar los gastos de la pandemia y bajar las cejas levantadas de las calificadoras de riesgo, se encontró con una oposición ciudadana que se convirtió en protestas masivas el 28 de abril. Los hechos de represión de estas manifestaciones y abuso por parte de la Policía han llevado al país a una situación terrible. La reforma fue poco y mal explicada, una mezcla de subestimar la deliberación ciudadana y sobrestimar el trámite de una decisión “técnica” fue su condena (probablemente mayor que las decisiones que las personas suponían como inconvenientes).
Pero no fue solo eso, fue también su impertinencia. Hogares asfixiados por un año largo de pandemia que, como reportó también por estos días el DANE, nos hizo retroceder una década en reducción de pobreza. Las medidas de restricción de la libertad en el marco de la pandemia, sumado a la misma gestión deficiente de los contagios, las muertes y el plan de vacunación solo volvieron más desesperado lo que al final de cuentas terminó siendo una válvula de escape en la forma de una reforma que parecía ir en contravía de la situación. Economistas, funcionarios y entusiastas espontáneos señalaron que la reforma era necesaria, que técnicamente suponía avances en la progresividad tributaria en Colombia. La mayoría de las líderes políticas y los ciudadanos no la vieron nunca así.
Hace poco se ha hecho popular una dicotomía entre la técnica y la política como fórmulas de gestión y comportamiento en los asuntos públicos. En esta discusión, la política ha llevado las de perder –al menos discursivamente-, menospreciada por la objetividad y la “justicia” de las decisiones y formas de la tecnocracia. La dicotomía también supone un falso dilema. No es una cuestión de escoger, sino de equilibrar. Las decisiones públicas sin técnica pueden ser irresponsables; las decisiones públicas sin política y ciudadanía suelen ser torpes e impositivas.
Esto también exige el reconocimiento de que hay conocimiento valiosa más allá de las universidades, equipos técnicos y gremios especializados. Las comunidades saben mucho sobre sus problemas, tienen experiencias valiosísimas sobre sus realidades. Desconocerlo, no tenerlo en cuenta, puede resultar terriblemente inconveniente y en ocasiones, simplemente poco estratégico.
Reivindicar la política en esta discusión no solo es un llamado a la realidad, que puede verse como un aporte del pragmatismo. En efecto, la política permite afinar ideas y decisiones a través de la deliberación y la compresión contextual, pero, sobre todo, permite dotar de legitimidad a las políticas y acciones públicas. La legitimidad de las decisiones públicas obliga a alcanzar consensos sociales; es decir, acordar mínimos que sean incluyentes y garanticen la mayor cantidad de participación posible. Esto suele ser complejo de lograr y en ocasiones costoso, pero puede mejorar sustancialmente las posibilidades de éxito de una decisión pública.
Ahora, la falta de calle de la reforma como decisión y su propuesta como proceso no solo impidió un cambio (insisto, “posiblemente” deseable), sino que puso en movimiento la cadena de eventos que tienen a muchos ciudadanos en el lugar en el que se encuentran ahora. En la calle.
Las piezas de la invitación a conversar sobre vacunación en Colombia.
Una invitación de Recíproca.
La vacunación es un esfuerzo colectivo que depende en gran medida de la disposición colectiva (y las percepciones sobre esta disposición) para vacunarse. Muchos países, incluido Colombia, enfrentan situaciones en las que porcentajes importantes de sus habitantes señalan reservas a ser vacunados. Abordar esa resistencia es fundamental para el éxito del proceso y los beneficios colectivos de la inmunización. “Me vacunaron para cuidarme, me vacunaré para cuidarlos” señala no solo la importancia de una disposición determinada y mayoritaria a la vacunación, sino que lo enmarca en los precedentes de procesos masivos de vacunación en la población colombiana de los que muchos, además, llevamos testimonios en la piel. De igual manera, sus mensajes buscan señalar a la vacunación como disposición prosocial, es decir, no solo por sus implicaciones para el cuidado personal, sino, sobre todo, por sus implicaciones para el cuidado de los otros. Es en gran medida por ellos y ellas (abuelos, abuelas, madres, padres, hermanos, hermanas, hijos e hijas) que nos vacunamos.
Para sumarte a esta invitación, puedes compartir las piezas y contar en redes y a amigos y familiares por qué, llegado tu turno, te vas a vacunar y en quiénes piensas para cuidar cuando asumes esa disposición.
Hace poco más de una década, luego de una convocatoria adelantada por la oficina de Relaciones internacionales de la Universidad EAFIT, tuve la oportunidad de participar en un «intercambio cultural» con una universidad en Suiza. Un grupo de estudiantes colombianos (de Medellín, más precisamente), viajamos por una semana a un tour rápido por varias ciudades alpinas. La idea era que un estudiante de la universidad suiza nos recibiera en sus casas (seríamos recíprocos con la hospitalidad al recibirlos en nuestras casas también cuando, unas semanas después, vinieran a Colombia). Aunque mi anfitrión fue bastante amable y respetuoso durante todo el proceso, su compañero de apartamento no empezó muy bien. Al llegar a su casa, el hombre aprovechó que estaba desempacando mi maleta para entregar varios regalos que llevaba, como buen visitante, para preguntarme si entre esos detalles traía algo de cocaína.
Más que ofensa, intenté tomarlo como oportunidad pedagógica. Le expliqué lo injusto de esa generalización, pero insistí en que esa conexión era ofensiva no solo por las implicaciones de que tomara un prejuicio para calificar a «todos los colombianos» como narcotraficantes, sino el dolor asociado a la violencia relacionada a la lucha contra las drogas. A pesar de los esfuerzos y algunos asentimientos de su parte, siempre he pensado que logré poco. No tanto respecto al estereotipo colombiano en su cabeza europea, sino, sobre su disposición (que todos compartimos en algún momento) de usar un hecho o personaje particular para generalizar una característica -casi siempre negativa- de todo un grupo de personas.
Es una injusticia que tengamos que sufrir las consecuencias de los crímenes de personas con las que compartimos una característica tan aleatoria como la nacionalidad. La generalización desde una característica tan arbitraria como el lugar de procedencia (o la etnia, religión u otra calificación de corte tribal), es además prima de la deshumanización. Puede desembocar en la justificación de acciones terribles, institucionales o sociales, contra ese grupo de personas.
Digamos entonces que (casi) todas las generalizaciones son peligrosas. Y el casi busca, sobre todo, respetar la regla propuesta, pero podemos decir que las generalizaciones, sobre todo las que califican a las personas, pueden ser peligrosas y en particular, injustas. Por eso, la necesidad social (y la exigencia a nuestros políticos y líderes sociales con audiencia y poder de decisión) de evitarlas a como dé lugar, incluso si esto tiene implicaciones para su popularidad u otros intereses.
Por todo esto, resultan muy preocupantes las representaciones xenofóbicas que han entrado a las discusiones de la agenda política colombiana en los últimos días. Es un despropósito asociar un crimen particular a toda una población -sobre todo una vulnerable como una que ha migrado de manera irregular en su mayoría-, primero, por las razones de injusticia que señalé anteriormente, pero también porque la evidencia señala una falta de conexión entre un aumento de migración y un aumento en la violencia.
Si ponernos en el lugar de los otros es un mínimo de sentido humano; si solo la empatía puede ser una vara baja, pero necesaria, al menos no cometamos con otros las injusticias que tanto nos han dolida y por las que tanto hemos renegado.