¿Se deberían poner los líderes políticos la vacuna de primeros?

Jose Biden, presidente de Estados Unidos, fue una de las primeras personas en recibir la vacuna del COVID-19 en su país. El hecho se presentó como una muestra de confianza en la seguridad e importancia de la vacunación en un país dividido por las actitudes respecto a la vacuna.

De acuerdo a una reciente encuesta del DANE, el 59,9% de los colombianos se pondrían la vacuna del COVID-19 y aunque es un pequeño aumento respecto a las cifras de finales del años pasado, el hecho de que cuatro de cada diez personas en el país reporten no querer vacunarse es sumamente preocupante. Buena parte de la efectividad de las vacunas depende de que una cantidad suficiente de personas sean vacunas para lograr inmunidad de rebaño; esto es, la reducción sustancial de la probabilidad de trasmisión y la la disminución de la gravedad de la enfermedad si uno se contagia. En algunos países donde la vacunación avanza, ya se pueden evidenciar las sustanciales mejorías en la presión sobre el sistema de salud y la caída en casos graves y muertes.

Descartando las opciones coercitivas (obligar a las personas a hacer algo que no quieren), queda la posibilidad de usar medios como la comunicación pública y la reflexión social para persuadir a los indecisos o reticentes. Una de estas alternativas que se han popularizado en lugares en donde el debate por las vacunas ha sido profundamente politizado, como Estado Unidos, es la unidad de parte de la clase política en su apoyo a la vacunación, recibiendo ellos mismos las vacunas de primeros para demostrar su confianza en al seguridad e importancia del proceso.

Vacunar a los líderes políticos de primero no es caprichoso, hay buena evidencia de que las actitudes generales respecto a la pandemia, las mediadas de cuidado y en particular, la vacunación de presidentes, primeros ministros, congresistas y demás servidores públicos electos, influye en las posiciones de los ciudadanos. Al final de cuentas, vacunarse supone una expresión visible, sencilla y eficiente de demostrar la confianza en la vacuna; muchas horas de explicaciones y discusiones sobre lo seguro del proceso o lo relevante para combatir la pandemia pueden no resultar igual de efectivos.

Por supuesto, episodios como el uso de las prerrogativas del cargo para lograr vacunar a personas cercanas (como supuestamente hizo el Ministro de Salud de Ecuador), en nuestra larga tradición de nepotismo y favoritismos para lograr ventajas hasta en temas inesperados como este, son precedentes complicados. La idea de que vacunarse de primeros es «aprovecharse» del cargo estaría en la cabeza de muchos. Sería una percepción justa, dada la historia, pero puede que al final, por el bien mayor de convencer a más personas que no quieren vacunarse, puede ser un costo asumible y necesario.

Ahora bien, aunque vacunar a los principales líderes políticos de forma pública y publicitada es importante, no es lo único posible. Es fundamental que el país se embarque en un amplio esfuerzo pedagógico para la vacunación. Mejorar la comprensión del proceso que lidera el Ministerio de Salud, y usar herramientas comunicacionales como la empatía, la personalización de la información, la atención detallada de los escépticos y la puesta en marcha de normas sociales resultan fundamentales. Y como siempre, para ayer era tarde.

El guayabo populista

En varias ciudades de Estados Unidos la victoria de Biden (pero sobre todo la derrota de Trump) fue recibida con celebraciones en las calles como esta en Washington DC.

Trump perdió y aunque esto pronosticaban la mayoría de los modelos y encuestas, la verdad es que muchos analistas estaban nerviosos con el eventual resultado de las elecciones presidenciales estadounidenses y la posibilidad de que los pronósticos, así como en 2016, se equivocaran. Ahora, aunque la victoria de Joe Biden no fue tan aplastante como se esperaba y aunque la campaña de Donald Trump ha anunciado varias iniciativas para demandar los resultados, en el futuro cercano parecen haber pocas dudas al hecho que el próximo 20 de enero Biden asumirá su periodo como presidente. Los estadistas suelen asumir los retos de reconstruir las ruinas institucionales de revolucionarios y reaccionarios. El populismo deja muchas tareas a los hombres sensatos, que en ocasiones serán culpados por sus consecuencias. Biden enfrentará muchos retos sociales, económicos y políticos.

La división y polarización que vive el país es evidente. El Pew Research Center ha medido la distancia entre ideas políticas de los votantes de Trump y Biden, al igual que las percepciones negativas entre ellos. No es solo que piensen diametralmente diferente en asuntos como la migración, los derechos de las minorías o el manejo del COVID-19, es que consideran que las posturas y decisiones de otros ciudadanos son fundamentalmente inconvenientes para el país. De igual forma, la situación social y política, en particular con agendas como la reforma policial y la misma enconada oposición que los republicanos y el mismo Trump establezca, y la situación económica luego de meses de una pandemia global que todavía se resistirá meses en remitir, no son alentadoras.

Mientras todo esto se desenvuelve un poco, hay varias lecciones para todos en el ascenso y la caída de Donald Trump. Primero, incluso en entornos de escepticismo sobre las intenciones de los políticos, reconocer algún nivel de estatura moral en nuestros gobernantes es clave. Lo que se hace desde un lugar de poder semejante señala el camino de lo deseable o indeseable, permitido o reprochable en términos sociales. Tener a un hombre malo como gobernante no es cosa menos, incluso, si pudiera ser bueno en su trabajo (que Trump no lo era).

El populismo es un enemigo de todas las democracias y de la libertad y puede estar a cualquier vuelta de la esquina. Aunque Trump no es una anomalía de la cultura política estadounidense, sí es una de su sistema institucional. Una anomalía en el sistema no saca setenta millones de votos en su candidatura a la reelección. Es decir, sus visiones, ideas y formas no son extrañas para una parte de la población estadunidense conservadora, rural, blanca y temerosa de los cambios, en particular, los que tienen que ver con la composición racial de su país, pero todo el sistema electoral y político de Estados Unidos fue creado para evitar que personajes como Trump ganen la presidencia. El mismo sistema de elección presidencial por votos de electores por estado debía precisamente evitar el populismo y actuar como freno a posibles prospectos de tiranía a los ojos de los redactores constitucionales de la unión americana. De ahí que su derrota sea en partes iguales una victoria demócrata y una victoria de los ajustes institucionales puestos para sacarle el cuerpo a populistas y dictadores.

Lo segundo es la advertencia sobre la influencia de la polarizarización y las historias no concluidas en términos sociales para el riesgo populista. Una historia que países como Colombia, que gaguea en su disposición para asumir su posconflicto, debería tener muy presente. La robustez institucional estadounidense fue puesta duramente a prueba, y parece que sobrevivió el embate de un personaje como Trump. Países con tradiciones de estabilidad democrática menos fuertes pueden venirse abajo rápidamente si personajes como estos llegan al poder. Ese riesgo debería desvelar a los que nos preciamos de la democracia.

Mientras tanto, y mientras todo, no cabe sino alegrarse por unos días de que, en un año por lo demás cargado de giros inesperados, muertes excesivas y en general mala suerte, el redactor de la historia universal nos ha dado a muchos un respiro.