Darse un lujo.

En medio de la profunda crisis que vive el país, el optimismo puede parecer un lujo excesivo; un privilegio de los privilegiados y a pesar de esto, es absolutamente necesario para poder imaginar un futuro en el que las tensiones se relajen y los problemas, ojalá, se enfrenten. Algunos pueden ser exceptivos respecto al optimismo en medio de la convulsión, pero esas justas dudas no deberían disuadirnos a los que guardamos esperanzas de mantenerlas cerca.

Porque imaginar cómo podemos superar una situación problemática es todo menos ocioso o perjudicial. Si nos negamos esa posibilidad, nos podemos estar condenando al estancamiento de lo que no va bien, de lo que empeora y se enreda. Obviamente, el optimismo sin razones se acerca al delirio. Pero el pesimismo por defecto es igualmente torpe. Primero, porque termina siendo una condenada previa, un fracaso anunciado, una expresión del «complejo del fracaso» de Hirschman. Segundo, porque al poner el énfasis en lo que no parece posible resolver, dejamos de imaginar y probar soluciones. Ese pesimismo puede ser popular en medios sociales, pero puede ser profundamente perjudicial a la hora de abordar problemas colectivos.

Ahora ¿en qué basar el optimismo si no en desesperadas esperanzas?

En las personas. En todas, pero también en algunas. En todas porque hay muestras colectivas y espontáneas de la capacidad que tenemos para encontrar soluciones en situaciones complicadísimas (como especie, nación y comunidad política). Esto requiere de buenos canales de discusión e incidencia y exige una movilización potente de parte de los colombianos, pero su dificultad no es imposibilidad. Es un lío, pero ha ocurrido y ocurrirá; somos «revolvedores de problemas», desde nuestros mecanismos evolutivos de cooperación, hasta nuestras construcciones políticas de resolución de conflictos y distribución del poder son, al final, un kit para superar situaciones como esta.

Pero la confianza en que lograremos encontrar soluciones se puede basar también en «algunos». Esto es, todas las personas, grupos y organizaciones que están poniendo sus ideas, acciones y recursos en el objetivo común de superar esto, de encontrar nuevas soluciones, de movilizarlas de cara a que influencien las decisiones públicas y la conversación colectiva. Hay mucho talento, imaginación y esfuerzo entrando en movimiento.

Por estos días, escuchar, conversar y ver en acción a muchas de estas personas produce esperanza y nos recuerda que hay lujos necesarios.

Ideas para confiar en el optimismo.

El fílosofo y político Lucio Ennio Séneca.

El optimismo es en ocasiones objeto de burla. Hay algo de inocente niñez en las personas que intentamos verle las llenuras a los vasos pandos y esa esperanza puede resultar despreciable para muchos, en particular, para personas que suelen esperar lo peor por defecto. El statuo quo como infierno. Vista como actitud de vida únicamente, el optimismo le huele a muchos a insoportable ilusión, pero ¿es tan desesperado creer que las cosas saldrán bien?

Durante los últimos años de su vida el filósofo estoico Séneca escribió una serie de cartas a su pupilo Lucilio en las que exponía buena parte de sus ideas sobre la vida, el conocimiento y el universo. La carta número 13 es particularmente bonita y trata precisamente sobre la forma como vemos el futuro y el presente. En ella dice Séneca que:

También el infortunio es voluble. Tal vez será, tal vez no será: pero de momento no es. Piensa lo mejor.

-Séneca. Carta 13. Cartas a Lucilio.

Las cosas pueden salir bien (suelen hacerlo), las cosas pueden mejorar (suelen hacerlo). La fortuna, es decir, el efecto del azar sobre las cosas que apreciamos, es neutral. Los estoicos llamaban a esto la razón del universo, la lógica con la que funciona la naturaleza. Su idea más conocida señala la importancia de actuar conforme a esta razón. Esto suele interpretarse como una especie de resignación pesimista, un “todo saldrá mal”. Pero es diferente, no solo supone reconocer esa razón universal, sino, dice Séneca, asumir que será para lo mejor.

El optimismo es además bastante útil. Por años los sicólogos comportamentales han referenciado el sesgo de optimismo y el de exceso de confianza en las personas. Esto es, el desvío cognitivo que nos lleva a pensar que nuestras capacidades y nuestras posibilidades de un desenlace positivo en una acción o situación sea mayor al real. Ambos sesgos se vinculan a muchos problemas públicos y líos personales en las que nos equivocamos al calcular qué tan bien nos irá en algo. Pero ambos sesgos son también el apalancamiento de sueños, proyectos y aventuras; gracias a que pensamos que somos buenos en algunas cosas (incluso más de lo que realmente somos) y que nuestros chances de que las cosas salgan bien son superiores a las probabilidades, nos animamos a tomar riesgos. Matrimonios, noviazgos, empresas, obras y un sinfín de proyectos riesgosos no sucederían sin una disposición optimista.

El mundo se puede permitir, y nosotros beneficiar, de pensar lo mejor.

Referencia:

-Séneca (2020). Cartas a Lucilio. Barcelona: Editorial Planeta.

Recuperar el exterior

Uno de los famosos refugios nucleares de la Guerra Fría.

Por estos días me resulta imposible sacarme de la cabeza la idea de los refugios nucleares que durante los años cincuenta y sesenta se construyeron en Estados Unidos y que fueron tan populares como la solución para proteger a la población estadounidense en el caso de una guerra nuclear con la Unión Soviética. Su versión más elaborada no solo pretendía salvar las vidas que acabarían las explosiones, sino, proveer un hogar subterráneo para que miles de supervivientes pudieran hibernar mientras pasaba el invierno nuclear que se esperaba en este escenario apocalíptico. Estas personas regresarían a la superficie luego de años de encierro, a encontrar un mundo devastado y diferente al que habían dejado y con el objetivo, quizás inocente, de recuperar al menos parte de la vida que habían perdido cuando las bombas empezaron a caer.

Poniendo en cintura el dramatismo (porque obviamente las magnitudes son absolutamente distintas), estos días de reactivación de la vida social, de la actividad económica, de la “normalidad”, dirían algunos, guarda similitudes con ese escenario postapocalíptico que sugerían esos refugios y que, por suerte, evitamos.

En efecto, estos son momentos en los que, para los que evitamos al máximo salir durante estas semanas de cuarentena, y gozamos del privilegio de poder tomar esa decisión, regresar al exterior ha implicado recuperar la luz, el viento, el olor de la vida en movimiento. Ya estamos retornando a nuestras vidas de antes del encierro, al menos a algo parecido. Esto tiene matices, muchos nunca la dejaron y otros ya llevan un par de semanas vagando por ciudades semi desiertas, algo acaso más tenebroso que cuando están solas, como sobrevivientes del fin del mundo.

Sin embargo, hay esperanza en el aire cargado del encierro; vientos de cambio en la descompresión de nuestras casas y apartamentos. En la calle se respira, así sea tras los ocasionalmente sofocantes tapabocas, un aire límpido y aspiracional. Y sobre esto, permítanme cometer un pecado venial que en ocasiones juzgamos con mucha dureza: ser optimista.

Lo que veo de manera individual, colectiva e institucional es un esfuerzo (como suma de muchos esfuerzos) por encontrar soluciones a apremiantes problemas, denunciar injusticias, cambiar la sociedad y superar esta crisis. Los conocimientos de profesores y tecnócratas, la voluntad de directivos y servidores públicos, el compromiso de líderes sociales y voluntarios, acciones colectivas que han permitido conversaciones, reflexiones y acciones que no solo nos están salvando día a día de esta tragedia, nos pueden estar prometiendo cierta renovación para luego de la pandemia.

Ese será el tono y la forma de lo que nos espera, me caben pocas dudas. Puede que en el camino haya duros tropiezos, ya hemos visto muy de cerca la posibilidad de tener que recuperar la dureza de la cuarentena si el contagio así lo exige y también las dificultades económicas y sociales de estos meses de encierro, pero insisto en que por encima de todo esto, se intuye una voluntad y resolución colectiva que solo pueden engendrar los tiempos difíciles.

No hemos superado todo esto, ni muchos menos, y para muchas personas y comunidades, puede que ni siquiera haya pasado lo peor, sin embargo, al asomarnos a tientas detrás de la puerta que tanto estuvo cerrada, duda en el semblante y preocupación en el ceño, sería injusto no reconocer que al golpe de la luz sobre el rostro le cabe un atisbo de esperanza. Y sobre esa pequeña posibilidad podemos empezar a recuperar el exterior, fuera de nuestros pequeños refugios.