
En muchas universidades del país andamos por estos días finalizando el primer semestre de clases de este año. Ha sido, evidentemente, un semestre atípico, no tanto por la virtualidad, pues muchos profesores y estudiantes hemos tenido experiencias en clases virtuales anteriormente, sino por lo inesperado de la “virtualización” de clases que iniciaron presenciales. Porque en lo repentino y forzoso del cambio radica la causa de la mayoría de las dificultades que ha causado esto. Los contenidos de clase no estaban preparados para ser virtuales y su traducción puede ser un proceso de ensayo y error desgastante y frustrante para todos; pero también asuntos como la falta de equipos y problemas de conexión hicieron de muchas clases un reto enorme.
Todo esto no superaría las dificultades técnicas y pedagógicas de la virtualidad si ignoráramos sus causas. No nos encontramos en las casas por decisión personal o capricho, sino guardándonos (si podemos) de una pandemia, y mientras lo hacemos, el mundo sigue enfrentándose a una crisis como pocas en muchos años. Estar en las casas no ha sido tampoco sencillo, el hogar puede ser muy diferente para todos, desde las consecuencias de salud mental y violencia física que ocurren en algunos contextos, hasta el más silencioso desgaste cotidiano del encierro. La casa no es igual para todos e incluso el más querido de los hogares puede empezar a pesar luego de semanas de cuarentena.
Pero hay aprendizajes bonitos en todo esto. Lo primero es que la distancia pudo en muchos casos aumentar la cercanía entre profesores y estudiantes. Son muchas las historias de colegas que pudieron conocer mejor a sus estudiantes (y viceversa) resolviendo los líos asociados a esta coyuntura. Esto también puede ocurrir en las clases presenciales por encima de la crisis, pero es bastante evidente que las circunstancias difíciles de estos momentos permitieron conexiones que hubieran sido improbables en otro contexto, casi innecesarias.
Lo segundo es la creatividad. Esto parece obvio, pero no podemos subestimar la tendencia a acomodarse a formas tradicionales de dar clase que implica la presencialidad. Esto puede pasar sobre todo en clases magistrales y teóricas en las que el margen de maniobra para la innovación es bajo, pero en donde incluso el profesor más bien intencionado puede empezar a estancarse en las maneras como aborda los temas de clase. La virtualidad forzada, en una lógica parecida a la destrucción creativa de Schumpeter, nos obligó a muchos a buscar alternativas de contenido, pedagogía y sobre todo, evaluación. Y esa búsqueda pudo tener varios descaches, como en todo proceso de cambio, pero también estuvo lleno de aciertos, de buenas ideas para clase.
Les comparto dos de esos buenos descubrimientos de mis propias clases. Ambas en el curso de Teoría del Desarrollo que ven estudiantes de Comunicación Social y Ciencias Políticas de la Universidad EAFIT. El primero fue un taller para aplicar la herramienta de diseño de intervención comportamental EAST del Behavioral Insight Team luego de leer el Informe de Desarrollo del Banco Mundial de 2015 “Mente, sociedad y conducta”. La idea era que los estudiantes diseñaran propuestas de intervención conductual para ayudar a que promover hábitos de cuidado durante la pandemia del COVID-19. De ese ejercicio salieron ideas realmente buenas sobre el tema, desde mercados preseleccionados en los supermercados y carros de mercado ajustados para reducir el acaparamiento de los primeros días de la crisis, hasta estrategias de comunicación y recolección de datos ciudadanos para aumentar el lavado de manos.
El segundo ejercicio fue un relato distópico corto para revisar los problemas y teorías del desarrollo vistos en clase. Hicimos un taller de literatura de ciencia ficción distópica y ya por estos días estoy recibiendo entregas muy interesantes sobre aventuras en mundos paralelos, futuros desconocidos y frente a tecnologías tenebrosas que ponen de manifiesto los líos de desigualdad, autoritarismo, pobreza y degradación medioambiental de nuestros días.
Ninguna de estas dos entregas dependía necesariamente de la virtualidad (bien podrían haberse hecho en clases presenciales), pero la necesidad de encontrar otras formas de acercarnos a los temas nos llevó a profesores y estudiantes a adelantarlos. Y estas son solo dos de mis experiencias, que, además, soy poco hábil en herramientas digitales, hay muchísimas buenas ideas pedagógicas de profes que conozco y que vieron en esta coyuntura una oportunidad de mejorar sus cursos.
El último aprendizaje tuvo como escenario la docencia, pero la ha superado. Estos han sido días de recordar algo que, reconozco, podemos olvidar de manera injusta: la distribución desigual de privilegios sociales. No son solo económicos, aunque en su mayoría se acompañan. Tener un empleo formal y “teletrabajable”, en una empresa u organización que haya hecho los enormes esfuerzos posibles para mantener la nómina; las dinámicas del hogar, la casa misma, como espacio físico, las certezas medias de un futuro no tan malo. Las clases de este semestre, sobre todo cuando debimos abordar muchos líos que enfrentaron algunos estudiantes por sus circunstancias vitales, insisten en las diferencias marcadas, injustas y vergonzosas que señalan las costuras desgastadas de nuestra sociedad.
Señalar estos tres aprendizajes no buscan, ni mucho menos, quitarle importancia a todos los problemas que esta tragedia nos está significando en pérdida de vidas, prosperidad y tranquilidad, pero creo que es posible hacer ambas cosas: reconocer sus consecuencias terribles y encontrar resquicios de esperanza en los tiempos extraordinarios que nos ha tocado vivir.
[…] que veo de manera individual, colectiva e institucional es un esfuerzo (como suma de muchos esfuerzos) por encontrar soluciones […]
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