
Las calles arden. De acuerdo al Ministerio de Defensa entre el 28 de abril y el 10 de mayo se han presentado unas 5.569 actividades asociadas al paro nacional (marchas, concentraciones, bloqueos, asambleas y movilizaciones), y según la Defensoría del Pueblo, al 11 de mayo se habían reportado 42 muertos durante las protestas. Al descontento y la violencia en las calles, se suma la información sobre las emociones tristes en las cabezas y los corazones de los colombianos. El 13 de mayo la Universidad El Rosario y la encuestadora Cifras y Conceptos presentó datos sobre las percepciones de los jóvenes en Colombia sobre la situación del país. Acertadamente, titularon el informe de análisis de la encuesta como «Una crisis de confianza».
En efecto, la confianza de los jóvenes colombianos en las fuerzas militares, sus alcaldías municipales, la policía nacional, su gobierno departamental y el presidente de la república pasó de 47%, 36%, 29%, 23% y 13% en enero de 2020 a 27%, 21%, 13%, 19% y 9% en 2021. La desconfianza en las instituciones públicas es esperable, pero incluso los niveles de confianza en instituciones sociales como la Universidad Públicas y Privadas parecen resentidas, con un 58% y 44%, respectivamente. La confianza en las instituciones es subsistémica, es decir, se organiza por grupos de instituciones similares y se retroalimenta entre esos grupos. Así, cuando mejora en alguno de esos grupos, sobre todo el de instituciones públicas, mejora en los demás, pero cuando se resiente, lo hace en otros. Una crisis de confianza no es entonces «solo» un problema de las instituciones a las que peor les va, es una crisis social.
Pero la crisis, aunque empeorada por la coyuntura, no es coyuntural, la confianza de los colombianos en sus instituciones ha venido decreciendo de manera sistemática en los últimos treinta años. Según la Encuesta Mundial de Valores, la confianza en la Policía pasó del 52% al 24% entre 1998 y 2018. Pero esto supera a la policía, el gobierno nacional, las cortes, el congreso, los gobiernos locales, las grandes empresas, la iglesia y la academia, todos enfrentan retos enormes por reducción de la confianza que despiertan en las personas. La confianza es importante porque reduce costos de transacción sociales y económicos, facilita la acción colectiva y motiva comportamientos como la solidaridad, el altruismo y el cumplimiento de normas y acuerdos. Perderla es una tragedia silenciosa, pero terrible.
¿Qué podemos hacer entonces? Probablemente lo primero sea seguir entendiendo mejor lo que nos está pasando (insisto, más allá de la coyuntura, por más relevante que sea), pero hay tres ideas generales que pueden verse como fundamentos de la confianza que las personas pueden desarrollar, recuperar o sentir por una institución (sea pública o privada). En primer lugar, la convicción de que la institución quiere lo mejor para las personas y la sociedad y que dado el caso será recíproca con las personas cuando confíen en ella. Esto puede verse como la alineación de intereses y la percepción de benevolencia. Es fundamental, pero difícil en tanto las instituciones pueden ver afectada esta percepción por miembros que violen expectativas de reciprocidad que tengan las personas. Lo segundo es la transparencia y la apertura la regulación. Ser transparentes es fundamental, pero insuficiente, la clave para superar el efecto que la asimetría entre institución y personas produce es la posibilidad de la regulación. Es decir, que las personas puedan señalar los errores de la institución y que esta regulación tenga efectos sobre cambios y castigos que se realicen. La tercera idea se refiere a la posibilidad de generar lazos identitarios de cercanía y mantener la consistencia en las acciones y decisiones de la institución.
Por estos días en los que se conversa sobre ajustes institucionales como la reforma policial, vale la pena tener presente la relevancia de la agenda de la confianza y en parte, en los fundamentos de esa posibilidad de superar la crisis y que las personas puedan confiar de nuevo. O por primera vez.