“¡Espere que falta la foto!”.

Una caricatura de Barreto sobre los políticos y las vacunas.

La semana pasada los medios de comunicación y sociales dieron vueltas con las imágenes de los políticos colombianos (la mayoría electos) tomándose fotos, armando eventos y dando discursos con la llegada y la puesta de las primeras vacunas al país. Aunque odioso, esto no es extraño. Hace parte de una vieja tradición no exclusiva, aunque practicada con entusiasmo, por nuestros político de “aparecer en la foto”, de “cortar la cinta”, de “entregar la ayuda”. El protagonismo permite no solo asociarlos a soluciones y exigencias ciudadanas, sino ganar algunos réditos políticos de asuntos que pueden ser populares con las personas. También, hay una lógica y estética de patronazgo asociada; una especie de «gracias a mí pasa esto» que en ocasiones influencia buena parte de las acciones de comunicación pública de los gobiernos colombianos.

Esto no solo pasa con las vacunas. Es viejo y encostrado, una practica política tan común como normalizada por nuestros gobernantes. Si quisiéramos evitarla o reducirla, podríamos empezar por dejar de tener oportunidades de fotos, excusas para cortar cintas. Pero acabar con las inauguraciones, entregas y eventos de presentación también podría tener la desventaja de dejar pasar una oportunidad para sacarle a estas acciones su saldo pedagógico muy potente sobre los asuntos público. El saldo pedagógico es una idea de Antanas Mockus, señala que toda acción de gobierno es susceptible (y debería usarse) para enseñar algo, plantear una conversación o invitar a una reflexión de parte de ciudadanos y gobernantes.

Imaginen entonces una lotería. Juega entre las facturas del predial y el impuesto de industria y comercio en las ciudades. Quienes ganan reciben una invitación para, en representación de los demás contribuyentes, entregarle la obra a la ciudad. Y ocurre con algo de la pompa de antes: orden del día, presentación artística, incluso si algunos de los invitados se anima, una palabras. Y al final, cuando sea momento de la foto, de la cortada de la cinta, de los aplausos apabullantes, es un ciudadano que puso para eso el que aparece ahí. La entrega como acto pedagógico sobre lo público, la contribución impositiva y la acción conjunta del Estado, no como acto electorero de patronazgo. Una dicha.

En el caso de la vacunación también pudo haber ocurrido. Los médicos y el personal de salud como protagonistas (y súmele un par de contribuyentes iniciales y engalanados de bioseguridad). Una representación de lo que logramos todos con nuestros aportes a lo que es común y no una «ejecutoría» de la benevolencia del magnánimo gobernante. Para esto necesitamos más gobernantes preocupados por la agenda pedagógica que es gobernar y menos aplausos para lo de la foto. Lo segundo ocurrió mucho la semana pasada, cuando la opinión pública en su mayoría rechazó o se burló de los actos y fotos de las vacunas. Lo primero parece más lejano y difícil. Pero es necesario.

Sobre el carácter de los líderes.

Anthony Fauci, director del Instituto Nacional de Alergia y Enfermedades Infecciosas de EEUU; su desempeño ha estado sustancialmente supeditado al carácter del presidente.

Un líder puede establecer el tono de lo que es aceptable y lo que no, esos límites son en ocasiones fundamentales para delimitar conversaciones públicas moderadas y sensatas. Si el líder político presenta como aceptables en esa discusión ideas que normalmente estaban en los extremos del espectro político (cuando no ideas que son simplemente mentiras o socialmente inconvenientes), puede convertir en interlocutores legítimos a personajes peligrosos.

La lealtad y la mentalidad de grupo también señalan que el carácter del jefe dará límites al carácter de los subalternos. Lo primero es que seguramente el líder buscará rodearse de personas que se le parezcan, pero incluso cuando no lo haga, y muchos casos de personas atípicas en lugares complejos se han visto, estarán definidas por la competencia que todo grupo tiene internamente para mostrar que se hace parte y se pertenece. De allí que muchas personas inesperadas estén en lugares inesperados y todavía más llamativo, defiendan cosas que seguro en otro contexto aborrecerían. Esto es natural a los grupos humanos y por eso no debería ser culpado de esta dinámica; de nuevo, es el carácter del líder el que lleva a que esto sea tan terrible.

Por supuesto, Donald Trump es el ejemplo más reciente, llamativo e influyente de este problema. Su populismo, corrupción y mezquindad egocéntrica ha atraído a personales siniestros a su alrededor y ha permitido que muchos que antes solo estaban en las esquinas oscuras de la discusión política, se puedan parar, sin pena, ni temor, en el frente. Al fondo de todo esto parece estar la disposición de algunos líderes de conseguir réditos políticos a como dé lugar y poner en el medio de esto asuntos como la confianza social, el debate democrático y la verdad. Los daños a largo plazo de esta “forma” de hacer política pueden ser terribles.

Las formas de oponerse a ellos pueden ser directas, como la acción política organizada, la competencia democrática o la denuncia y el control social, o indirectas, como la reflexión académica, las conversaciones familiares y el compromiso determinado por contener las mentiras y desinformación que son su principal aliado. La necesidad de oponerse es absoluta y urgente. Y responsabilidad colectiva.

El día que César quiso saber si podía ser rey.

Marco Antonio ofreciéndole la corona de laurel a César.

En la antigua Roma también se piloteaban candidaturas y se lanzaban ideas de reforma institucional para “medirle el ambiente” a la opinión pública. Similar a la recientes portadas de revistas nacionales y una larga tradición de lanzar globos para ver qué dice la gente en la historia política colombiana. O universal, porque, insisto, ha ocurrido mucho, en muchos lugares, en muchos tiempos. La estrategia tiene ventajas, por supuesto: permite medir el nivel de oposición/apoyo y las dificultades posibles de una medida, candidatura o decisión antes de arriesgarla al mundo real. Tiene sus problemas también, como veremos más adelante. En suma, es un experimento.

Vamos entonces del Magdalena al Tíber.

Probablemente uno de los más llamativos experimentos de este tipo se adelantó durante la celebración del festival religioso de la Lupercalia, el 15 de febrero del año 44 A.C. Bajo la cueva en la que los míticos Romulo y Remo habían sido alimentados por la loba (la “Lupercal”) los hombres romanos se reunían, y vistiendo solo un taparrabos, correteaban a las mujeres jóvenes de la ciudad, azotándolas con correas de piel de cabra para garantizar su fertilidad. La mayoría de los corredores de ese día eran jóvenes, como de costumbre, con una excepción: el cónsul Marco Antonio también vestía el taparrabos y llevaba las correas.

Marco Antonio era el principal lugarteniente de Cayo Julio César, por esos días dictador de la República romana. Para los romanos la dictadura no significaba lo mismo que para nosotros. Era un cargo institucional, una designación que el Senado y el pueblo de Roma realizaba en tiempos de grave crisis, como un presidente con poderes ejecutivos por un Estado de excepción en las democracias modernas. Y aquellos sí que eran tiempos de crisis. Roma había sufrido unos cuarenta años de intermitente guerra civil. Aunque sus causas eran variadas, la principal era particularmente deprimente para muchos romanos: sus políticos se habían vuelto demasiado poderosos como para ver sus ambiciones personales y familiares constreñidas por el sistema republicano.

César era el más reciente ganador de la más reciente guerra civil en ese año 44 A.C y aunque sus enemigos en armas estaban muertos, su posición era todo menos estable. A los romanos no les gustaban los reyes, desde el año 509 A.C, cuando expulsaron al último, Tarquinio el Soberbio, y de la mano de varios representantes de la nobleza (algunos familiares incluso del rey depuesto) fundaron la República. Desde entonces, era un tabú político las referencias monárquicas y se asumía como un insulto particularmente grave cuando a una carrera política se le achacaba la ambición de tomar esa posición.

Sin embargo, es probable que muchos consideraran que era precisamente un rey lo que necesitaba la convulsionada ciudad y su imperio. Es probable también que así lo considerara el mismo César. Pero era difícil saber la reacción de las personas y de esa incertidumbre, la necesidad de un experimento ¿y qué mejor momento para poner a prueba las tolerancias monárquicas del pueblo romano que en un festival público al que todos asistían?

Durante las Lupercanias los hombres recorrían la ciudad, persiguiendo mujeres y en general, causando alboroto. En el Foro, justo sobre la Rostra, la tarima hecha a forma de la quilla de un barco desde donde los políticos arengaban al pueblo en tiempos más comunes, se sentaba César, observando la ceremonia desde un trono alto en su calidad de dictador. Vestía una toga púrpura y unas botas de cuero rojo, indumentaria de los viejos reyes. Antonio se acercó al dictador y le ofreció una diadema de hojas de laurel trenzado. Símbolo inequívoco de la monarquía en Roma. La multitud, expectante en un principio por lo que parecía un acontecimiento importante, aulló y chifló en desaprobación. César, con un gesto magnánimo de la mano, rechazó la corona que le ofrecían. Le respondieron vítores y alabanzas. Antonio insistió, ofreciendo la corona de nuevo. Ante los nuevos gritos, César rechazó la corona y se la dedicó a Júpiter, “ningún otro rey” gritó “tendrá Roma”. Antonio se retiró a continuar la ceremonia y César volvió a su asiento. “Y así fracasó el experimento” (Holland, 2017, p. 60).

Un mes después, el quince de marzo del año 44 antes de Cristo (los idus, como lo llamaban lo romanos), en el teatro de Pompeyo, su gran rival en la guerra civil y porque la historia es ante todo poesía, fue asesinado a cuchilladas Cayo Julio César. No fue, ni mucho menos, la única razón, pero el globo lanzado en las Lupercanias había hecho actuar a sus enemigos. Los conspiradores, que incluían a un descendiente de uno de los protagonistas de la expulsión del último rey -de nuevo, porque la historia es rima-, Cayo Bruto, emboscaron al victorioso general y pródigo político (y dictador aspirante a rey) y le dieron muerte.

En ese sentido, por supuesto, el experimento tampoco funcionó.