¿Tiene el estoicismo algo que decirle a los emprendedores?

Sebastián Chinkousky, Isaac Montoya y Santiago Silva conversan sobre emprendimiento y estoicismo.

El estoicismo está de moda. John Sellers y su «Lecciones de estoicismo», Massimo Pigliucci y su «Cómo ser un estoico», pero también las «Meditaciones» de Marco Aurelio y el «Manual de vida» de Epicteto llevan un par de años dando vueltas por las listas de best sellers. Su popularidad es llamativa, en tanto es una escuela filosófica clásica con más de dos mil años encima y cuyos últimos representantes evidentes murieron con la caída del Imperio Romano de Occidente. Quizá la respuesta a esta pregunta esté en el mismo origen del estoicismo: la crisis. A inicios del siglo III A.C., la Grecia Clásica daba paso al periodo helenístico, las ciudades-estado griegas eran absorbidas o al menos ensombrecidas por poderosos reinos e imperios en el mediterráneo oriental y eventualmente, serían engullidas por Roma que solo un par de siglos después controlaría casi la totalidad del mundo conocido.

En esos cambios nació y construyó sus principios el estoicismo. Nació de las enseñanzas de Zenón de Citio, un comerciante que se dedicó a la filosofía en Atenas luego de perder su riqueza en un naufragio, y cobró forma en los trabajos de discípulos suyos como Crísipo, Hierocles y Cleantes, que enseñando en el portón de la stoa también bautizaron al movimiento. Los estoicos, se burlaba injustamente el poeta cómico Filemón, «enseñan a tener hambre». O eso decían sus críticos, pero Zenón y sus seguidores promovían una visión del mundo basada en un diseño perfecto a manos del logos o razón universal, también llamada naturaleza. Señalaban que el mundo respondía a unas reglas no solo prestablecidas sino, siempre buenas y justas, y que aquello de oponerse a el flujo de los acontecimientos no solo era tonto sino que llevaba a la intranquilidad y el vicio. Su máxima era sencilla y al tiempo, poderosa: «vivir de acuerdo a la naturaleza».

Pero esta no era razón para la pasividad. Los acontecimientos necesitan de nuestro concurso para poder ocurrir. La implicación más práctica de esto (y los estoicos estaban obsesionados con la «práctica» de la filosofía) era reconocer que habían cosas en las vidas de las personas sobre las que no tenían ningún control. Incluso los personajes más poderosos pueden estar al vaivén de las circunstancias. El emperador Marco Aurelio, uno de los estoicos más famosos, tenía bajo su poder la terrible y abrumadora maquinaria del Estado romano en la cúspide de su poder, pero nada pudo hacer para detener la terrible peste que barrió el imperio durante su reinado o en un plano más personal, la muerte de siete de sus nueve hijos antes que alcanzaran la adultez. El estoicismo, a diferencia de su versión caricaturesca, no promovía la pasividad o la resignación, ni siquiera la ausencia de emociones, sino la comprensión de esta dicotomía del control. Marco Aurelio podía hacer poco para evitar las tragedias de su vida y su tiempo, pero sí mucho para controlar la manera cómo reaccionaba a ellas.

Hace unos días tuve la posibilidad de conversar con Sebastián Chinkousky, cofundador de NEWO y Isaac Montoya, profesor de la Escuela de Artes y Humanidades de la Universidad EAFIT en un evento promovido por OnGoing sobre lo que los estoicos podrían decirle a los emprendedores. La excusa de la conversación fue la popularidad del estoicismo en algunos círculos empresariales y literatura de divulgación corporativa, pero también, la posibilidad de echar mano de una conexión sustancial: lo que el estudio de la filosofía -particularmente el estoicismo- puede contribuir a alguien que enfrenta tanta incertidumbre como un emprendedor. Al fin de cuentas ¿Quiénes podrían saber más sobre la incertidumbre que Marco Aurelio, el emperador que combatió la peste y las guerras del siglo II, Séneca, el tutor de Nerón y operador político de las primeras décadas del imperio, o Epicteto, el esclavo liberado que dedicó su vida a escribir sobre la virtud?

El estoicismo se preocupaba particularmente por la pregunta por la vida buena y por la tranquilidad, esto resulta llamativo para un proceso de emprendimiento que suele exigir en los emprendedores una mescla de vida laboral y vida personal que puede resultar complicada y la pregunta por alcanzar un equilibrio, si fuera posible. Para los estoicos la búsqueda de la virtud no solo era fundamental, podía constituir lo único que importaba en la vida, sobre todo, porque consideraban que solo lo «honesto» resultaba «útil», y que nada que alejara a una persona de la búsqueda de la virtud -de vivir de acuerdo a la naturaleza- podía resultar conveniente. La separación terminaba siendo un espejismo, porque para los estoicos todo lo que las personas hacen tiene consecuencias sobre su propia vida.

El estoicismo también pone un énfasis particular en la amistad como variable fundamental de la virtud. Para los estoicos un amigo solo podía ser una persona que logra «sacar lo mejor de la otra»; las amistades eran relaciones reciprocas de búsqueda de la virtud. Al tiempo, una mala compañía podía alejar a las personas de esa búsqueda. El estoicismo señala la relevancia que para la vida de las personas tienen las personas que las rodean. Los emprendimientos, como cualquier cosa importante en la vida, son actividades colectivas; el mayor de los genios igual necesita de otros, de su ayuda, de sus aportes, de sus ideas previas, incluso, de sus críticas. La amistad sincera y que mejora a los involucrados, dirían los estoicos, es la única posible.

Volviendo a la incertidumbre, a los estoicos les gustaba mucho hacer ejercicios mentales. Su principio de mejora personas pasaba por la reflexión constante. Marco Aurelio se hizo famoso por la publicación de sus «Meditaciones» que no son más que las reflexiones filosóficas que hacía al final cada día respecto a sus dificultades para vivir bajo ciertos principios o la manera cómo aplicarlos le había ayudado. Pero hay ejercicios más complejos, como la de visualizar consecuencias indeseables sobre circunstancias vitales. Si las personas somos completamente vulnerables a lo que definan las circunstancias (al flujo definido por el logos), hay algo valioso en «prepararse para lo peor». Esto no era una disposición pesimista del estoicismo -en su manera de ver el mundo el concepto pierde sentido- sino un reconocimiento de que para todo acontecimiento hay una probabilidad, incluso para los más raros, y que preparase para ellos puede ser prudente e incluso, ayudar a que nos preparemos para el momento en que ocurran.

Para ganar control, pensarían los estoicos, hay que entregar el control que creemos tener sobre lo incontrolable.

Nota: Estas reflexiones y la intención de estudio responsable del estoicismo ha sido un privilegio de dictar, junto a Isaac Montoya y Lucas Vargas, el curso «Sabios estoicos» en el programa Saberes de Vida de la Universidad EAFIT.

La doctrina del término medio.

A pesar de los 8.000 kilómetros y el par de siglos que los separaban, Aristóteles y Confucio, pilares de la filosofía en Occidente y Oriente, estaban de acuerdo en un punto fundamental sobre la posibilidad de la virtud: la importancia del punto medio. En “Cómo piensa el mundo”, Julian Baggini señala esta llamativa aunque no necesariamente sorpresiva coincidencia; dos de los más importantes e incluyentes pensadores de la historia (aunque muchos más después de ellos) compartían la idea de la virtud posible como la búsqueda de la mitad entre dos extremos.

Ahora, la virtud es importante no solo como estructura de principios, sino, y sobre todo, porque es también práctica. Así, «tanto en Confucio como en Aristóteles, mediante la reiteración de acciones correctas uno se convierte en una persona virtuosa (…) una vez incorporada la práctica, las buenas acciones se vuelven casi automáticas” (Baggini, 2020, p. 261). En esta idea de la virtud se vuelve fundamental lo que Baggini denomina como «la doctrina del término medio», y de la que decía Aristóteles: “el termino medio como la virtud que se sitúa ‘entre dos vicios, el que depende del exceso y el que depende del defecto’” (2020, p. 263).

Eso también quiere decir que el punto medio no necesariamente es estático, su fondo es la flexibilidad, porque el medio depende del contexto. Una situación y una persona diferente puede exigir que el término medio se incline hacia un lado o hacia otro. Si  esto es importante, la flexibilidad resulta fundamental, porque «el espíritu del término medio es evitar los extremos, y el hecho de aferrarse con excesiva rigidez a cualquier posición, por moderada que sea, es extremista” (Baggini, 2020, p. 265).

Esto va en sintonía con una preocupación fundamental de las filosofías de vida del mundo: el equilibrio, la virtud como evitación del exceso y el exceso como tener o ser mucho o muy poco de algo. Y el camino de la virtud, entonces, señalado por el camino del medio.

Referencia:

Baggini, J. (2020). Cómo piensa el mundo: una historia global de la filosofía. Bogotá: Planeta.

¿Cuál será nuestro legado?

El zigurak de Uruk, mucho mejor conservado que el de Etemenanki

Etemenanki es el nombre del emplazamiento del zigurat -pirámide escalonada- más importante de la antigüedad en la ciudad de Babilonia. Miles de obreros y esclavos seguro trabajaron por décadas para transportar, cortar y colocar las enormes piedras; moldear, hornear y poner los millones de ladrillos de barro y luego decorar con frescos y dibujos curvilíneos la inmensa estructura. La pirámide es la base de un templo dedicado al dios principal del panteón mesopotámico, Marduk, pero es innegable que su construcción respondió sobre todo a la motivación de las glorias más terrenales, a la posibilidad de un rey babilonio de desplegar todo este poder hace más de dos mil quinientos años. No por nada, varios reyes de la región hicieron otro tanto con sus obras religiosas.

El resultado de la construcción era tan impresionante que algunos historiadores creen que inspiró la historia bíblica de la Torre de Babel. Es probable que a su terminación, el poderoso monarca quedara satisfecho y orgulloso de la manera como verían su gobierno en el futuro, del legado que ahí mismo, sobre los logros de su poder, evidenciarían todas las personas por venir. Por eso mismo sería genial que conociéramos su nombre, que supiéramos quién mandó a construir ese imponente templo. O que el templo hubiera sobrevivido a las guerras, al húmedo clima de la región o a las ansias de materiales de construcción de las generaciones que lo usaron como cantera por siglos. Hoy solo quedan patéticos montículos de la gloria de un soberano anónimo para la posteridad.

Los viejos dioses, los héroes olvidados, los faraones anónimos que descansan en decadentes sarcófagos deben mirar a los buscadores de fama y fortuna y sonreír. Un par de siglos después que Etemenanki fuera construida, un hombre le echó fuego al templo de Artemisa en Éfeso. El templo era una magnifica estructura a la que todos los monarcas y nobles del mundo griego enviaban donaciones; en sus columnas había una silenciosa pero despiadada competencia por quién había donado la mayor cantidad de dinero a la estructura. Pero a pesar de esto, ardió. Y el gobernador persa de la provincia tuvo que torturar al pirómano para conocer su nombre y sus motivaciones. Era Eróstrato y según su confesión, había incendiado el templo para ganar fama eterna. Si ese era el lugar más famoso del mundo griego (incluido en las siete maravillas del mundo antiguo), él sería recordado en la posteridad por ser su destructor.

Eróstrato fue exitoso hasta cierto punto. Su nombre fue célebre en la antigüedad y se encuentran referencias suyas en la literatura romántica y moderna. Pero también es muy probable que muchos que leen estas líneas apenas se enteren de su existencia y que la mayoría lo olviden en algunos días. Lo terrible también se olvida, la fama por destrucción también se reducirá a cenizas.

En la antigüedad el temor era el olvido por culpa de la decadencia del tiempo, la pérdida de los manuscritos, la degradación de los monumentos y edificios. ahora no tenemos ese temor, todo se guarda, todo existe, nada nunca muere realmente. Pero la búsqueda de la gloria y la fama actual es profundamente más competitiva y al conseguirla, fugaz. El mismo ritmo loco en el que la información circula logra sepultar cualquier atisbo de recordación; no hay miedo al olvido, sino al constante reemplazo. Es igual de desconocido el anónimo constructor del Zigurat babilonio, que el influenciador entre millones de influenciadores. Y la historia será tan odiosa -tan justa, mejor- con ambos.

Todo esto va a que veamos con escepticismo las trampas de la recordación, las tentaciones vacías del reconocimiento. Y a que recelemos de aquellos que parecen muy preocupados por su legado y no por sus acciones; líderes políticos y empresariales, pero también personas «de a pie«. Marco Aurelio señalaba esto en sus «Meditaciones»: que hasta los más poderosos monarcas caían en el olvido. Que esa era una consecuencia tan natural como la muerte para las personas y que la búsqueda de fama o reconocimiento, sobre todo si se atravesaba en la vida tranquila y benevolente, era uno de los peores vicios (y más insulsos) de los hombres.

Y quizás ahí se encuentre la pista más importante: en tanto irrelevante, irrelevante. Por ejemplo, no pasa nada si esta entrada al blog recibe pocas visitas y lecturas. No pasa nada.

Elogio a la moderación

De cabezas calientes y vehementes posturas están tapizados los mayores excesos de la historia humana. Y por eso, los excesos en certezas, propuestas e ideas no suelen ser buenos presagios para el bien común. Esto aplica para la política, sobre todo, pero también para las empresas, familias y vidas personas. En todo, pareciera, hay un valor sustancial en la moderación como filosofía de vida.

Si nos centramos en el liderazgo político y las agendas de transformación social, hay que señalar que la mayoría de los cambios importantes suelen ser incrementales, no revolucionarios. Y cuando son revolucionarios, la posibilidad de que se echen para atrás son mayores. Aproximarse a las reformas con moderación puede resultar poco atractivo en ciertos casos (más en los tiempos actuales de indignación constante), pero pueden llegar a ser más sostenibles y convenientes para una sociedad.

También hay que reconocer el riesgo que nos presentan las alternativas. Algunas pueden estar mucho más dispuestos a negociar asuntos que consideramos valiosísimos, en particular la libertad, por el afán de conseguir cambios urgentes. La vociferación y el extremismo también suele ser el reino de las coqueterías autoritarias. Muchos gobernantes eternos iniciaron sus carreras como “reformadores radicales”; los estadistas han sido pausados y en ocasiones, temerosos, no temerarios.

Porque en la moderación hay duda en donde en el extremismo solo hay certezas. La moderación supone reconocer la posibilidad de equivocación e incluso, la necesidad del error como parte del aprendizaje social y personal. La moderación supone reconocer la preocupación por las formas e instituciones como una en la sostenibilidad y la estabilidad.

Estas son razones para defender la moderación, promoverla como aproximación a los asuntos públicos, pero en ningún caso, debería subestimar la frustración de las personas que, esperando ajustes urgentes, lentos o demorados, ven en la moderación una apuesta por el apaciguamiento, un respeto por las formas que termina aparentando ser reaccionario. Y reconocer también que, en ocasiones, detrás de la moderación fingida de escode la intención de demora de quién teme los cambios.

Estas excepciones no pueden hacernos renegar de las ventajas de las posturas y las formas políticas de la moderación, solo estar atentos a señalar a sus impostores. Pero también poner en la agenda la necesidad de acompañar mejor esos ajustes, de recuperar la confianza (ganarla por primera vez en muchos casos) de la agenda democrática, liberal y moderada.

La moderación suele acompañar la parquedad e incluso, lo que muchos llamarían falta de carisma en esta coyuntura actual de personajes llamativos y personalidades apabullantes como recetas del mercadeo político. No es una condición absoluta, pero al menos bastante común. La misma moderación puede resultar en un rasgo poco atractivo como aproximación a la política y las decisiones públicas, al menos, siempre será más responsable que la demagogia reformista y siempre será menos tajante que el extremismo de conservación.

Reconocer esto no tiene, ni mucho menos, nada de novedoso: la mayoría de las filosofías de vida y religiones han exhortado a la moderación, desde estoicos, hasta peripatéticos, desde la tradición religiosa judeocristiana, hasta el budismo; en el camino, códigos de comportamiento como el bushido, hasta los textos moralizantes de la ilustración.

Pero la falta de novedad no le quita importancia a la invitación por rescatar la moderación en el discurso y las decisiones políticas. Y esto -no sobrestimar lo nuevo por nuevo- también es de moderados. Qué dicha.

¿Qué haría Marco Aurelio?

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Emperador y filósofo, Marco Aurelio.

Las últimas semanas de pandemia han visto la constante referencia al “estoicismo” necesario para sobrellevar estos difíciles tiempos. Encierro, enfermedad y muerte despiertan miedos en todos nosotros que parecen superar la tranquilidad, que rondan siempre la vida, pero cuya cercanía nunca se vuelve cómoda. Algunos artículos y columnas han rescatado las ideas de varios filósofos griegos y romanos, recogidos bajo una misma escuela, para referenciar la manera de asumir los sacrificios que las circunstancias actuales nos imponen.

El primer estoico, fundador de la escuela, fue Zenón de Citio, un comerciante que luego de conocer de la vida de Sócrates en Atenas quiso saber “dónde se congregaban hombres cómo aquel”, se hizo discípulo de un filósofo cínico que frecuentaba la Academia e inició un tardío ejercicio filosófico. Sus ideas principales, que le sobrevivieron sin muchos cambios durante los casi quinientos años en los que la escuela estoica influenció el mundo antiguo, se podrían resumir en tres grandes principios.

El primero se refiere a que el mayor bien, el que deben perseguir los sabios, es la virtud y que todo lo demás les debe ser indiferentes. Ahora, para los estoicos la virtud se veía representada en lo que podría entenderse como el segundo principio, la disposición a vivir conforme a la naturaleza y al logos, es decir, a lo que los estoicos nombraban la razón universal. Esa concordancia dependía, sobre todo, de seguir el tercer principio, la comprensión y aplicación de la dicotomía del control, que señala las cosas que controlamos, las que no y cómo actuar ante ambas.

Probablemente sea alrededor de esta dicotomía que han surgido algunas de las reducciones injustas respecto a actuar o pensar “como un estoico” y a ese mito de los estoicos como atormentados y ascéticos sabios de barba blanca que aguantan todos los males sin decir o no hacer nada. La desgraciada, pero llevada de forma resignada no es el ideal estoico y aunque en el pensamiento de su escuela hay algún nivel de admiración sobre esto, no es ni mucho menos una filosofía sobre el sacrificio irracional o la resignación absoluta.

Al contrario, los estoicos valoraban sacar satisfacción de las cosas sencillas y no apegarse a los bienes externos; esto supone ver la felicidad como la comprensión simple de la vida que nos ha tocado a suertes, las cosas que podemos y no podemos cambiar y la influencia absoluta de la naturaleza del Universo en todo esto. De esta forma, los sabios se deben preocupar por asumir lo que les llegue, con habilidad y diligencia. En tanto no es su potestad definir qué les llega, ni cuándo, deben concentrarse en lo que sí pueden controlar, el cómo.

De esta forma, los estoicos plantean que hay tres tipos de sucesos en la vida de las personas: aquellos que controlamos totalmente, aquellos que controlamos parcialmente (o que podemos influenciar en alguna medida) y aquellos que no controlamos.

Imaginen que al revisar el pronóstico del tiempo se dan cuenta que mañana lloverá. La primera decisión que pueden tomar es levantarse temprano previendo el difícil tráfico que seguramente retrasará su transporte matutino. Esa decisión es una prerrogativa personal y en efecto, no dependió de nadie más (o de nada más) que de nosotros mismos. Está, como dirían los estoicos, bajo nuestro control.

La segunda disposición sería poner la alarma del despertador para levantarnos temprano. Si al día siguiente logramos levantarnos temprano o no, puede verse influenciado por otras disposiciones o circunstancias, como pasar una buena noche o incluso, que la alarma funcione correctamente. Aunque tenemos un buen grado de control sobre esto, no depende exclusivamente de nosotros. Finalmente, aunque queramos o no, hagamos una danza del agua o enterremos tenedores en el suelo, el hecho de que mañana llueva o no, no depende en ninguna medida de nosotros. Al respecto, Epicteto, uno de los estoicos griegos más influyentes de la escuela, señalaba que debemos hacer lo mejor con las cosas que están en nuestro control, y tomar el resto como nos lo disponga la naturaleza.

Como decía anteriormente, el estoicismo ha sido caricaturizado en muchas ocasiones como resignación obediente a los eventos que pasan en la vida. Pero esto es incorrecto. “Actuar conforme a la naturaleza” como señalan los estoicos busca que, frente a situaciones que no están bajo nuestro control, las personas no hagamos cosas que nos hagan perder la tranquilidad (el valor más alto que dan los estoicos a la vida). Así, si mañana va a llover, tomamos las precauciones como levantarnos temprano y establecer la alarma para despertarnos. Si mañana va a llover, al salir a la calle, sacamos una sombrilla. Poco más.

Probablemente el más célebre de los pensadores estoicos sea el emperador Marco Aurelio, que gobernó el imperio romano entre el año 161 y el 180 de nuestra era. Sus escritos se recogen también en un popular libro, uno que ha introducido a muchas personas en el pensamiento estoico, “Meditaciones”. El texto reúne las ideas dispersas y cotidianas del emperador en varios momentos de su vida y nos da una visión humana de las reflexiones de un estoico, sobre todo, al ver las dificultades que el mismo emperador confiesa a la hora de vivir a la altura de expectativas tan altas.

Uno de los elementos más bonitos de las ideas de “Meditaciones” y que se encuentra en el pensamiento de otros filósofos estoicos, es el del cosmopolitanismo. En efecto, a diferencia de muchas personas en su época (y muchas en las nuestra) los estoicos recelaban de las tribus, nacionalidades e identidades excluyentes de las personas. Hierocles, otro estoico griego, definió la idea estoica del cosmopolitanismo en sus círculos concéntricos de la “preocupación”. Los círculos van desde los más cerrados y próximos con nuestra familia, siguiendo conciudadanos, luego compatriotas y al final toda la humanidad. La idea del estoicismo es tratar a todas las personas de esos círculos, por alejados que sean, como a la familia.

En este sentido, los estoicos señalaban que, si todas las personas estamos en función del logos, la razón universal, eso nos convierte en iguales ante la naturaleza y que, por tanto, la patria de los sabios es el cosmos y sus compatriotas, la humanidad. Esto es fundamental porque da paso a una ética de la solidaridad universal, al respecto, Crísipo de Solos, un estoico griego más, señalaba que, si alcanzar la virtud incluía la beneficencia, es decir, la virtud de ayudar a los demás, y si la beneficencia es una especia de justicia, que es la virtud social más importante, ser virtuoso depende de que ayudemos a los otros. Una dicha.

Quizás sea por eso, por sus ideas sobre cómo sobrellevar situaciones que parecen superarnos usando la razón y la dicotomía del control y la esperanza de un mundo en el que todos seamos compatriotas, en que la solidaridad sea virtud superior, por lo que resuenan tanto por estos días los estoicos. De hecho, Marco Aurelio decía que los hombres han nacido los unos para los otros y que considerando lo corta que es la vida, siempre que se pueda, ha que procurar ser bueno con los demás.

Y que, por ahora, para muchos que buscan un poco de fuerza para sobrellevar todo esto, eso pueda resultar de ayuda.