
Hace poco más de una década, luego de una convocatoria adelantada por la oficina de Relaciones internacionales de la Universidad EAFIT, tuve la oportunidad de participar en un «intercambio cultural» con una universidad en Suiza. Un grupo de estudiantes colombianos (de Medellín, más precisamente), viajamos por una semana a un tour rápido por varias ciudades alpinas. La idea era que un estudiante de la universidad suiza nos recibiera en sus casas (seríamos recíprocos con la hospitalidad al recibirlos en nuestras casas también cuando, unas semanas después, vinieran a Colombia). Aunque mi anfitrión fue bastante amable y respetuoso durante todo el proceso, su compañero de apartamento no empezó muy bien. Al llegar a su casa, el hombre aprovechó que estaba desempacando mi maleta para entregar varios regalos que llevaba, como buen visitante, para preguntarme si entre esos detalles traía algo de cocaína.
Más que ofensa, intenté tomarlo como oportunidad pedagógica. Le expliqué lo injusto de esa generalización, pero insistí en que esa conexión era ofensiva no solo por las implicaciones de que tomara un prejuicio para calificar a «todos los colombianos» como narcotraficantes, sino el dolor asociado a la violencia relacionada a la lucha contra las drogas. A pesar de los esfuerzos y algunos asentimientos de su parte, siempre he pensado que logré poco. No tanto respecto al estereotipo colombiano en su cabeza europea, sino, sobre su disposición (que todos compartimos en algún momento) de usar un hecho o personaje particular para generalizar una característica -casi siempre negativa- de todo un grupo de personas.
Es una injusticia que tengamos que sufrir las consecuencias de los crímenes de personas con las que compartimos una característica tan aleatoria como la nacionalidad. La generalización desde una característica tan arbitraria como el lugar de procedencia (o la etnia, religión u otra calificación de corte tribal), es además prima de la deshumanización. Puede desembocar en la justificación de acciones terribles, institucionales o sociales, contra ese grupo de personas.
Digamos entonces que (casi) todas las generalizaciones son peligrosas. Y el casi busca, sobre todo, respetar la regla propuesta, pero podemos decir que las generalizaciones, sobre todo las que califican a las personas, pueden ser peligrosas y en particular, injustas. Por eso, la necesidad social (y la exigencia a nuestros políticos y líderes sociales con audiencia y poder de decisión) de evitarlas a como dé lugar, incluso si esto tiene implicaciones para su popularidad u otros intereses.
Por todo esto, resultan muy preocupantes las representaciones xenofóbicas que han entrado a las discusiones de la agenda política colombiana en los últimos días. Es un despropósito asociar un crimen particular a toda una población -sobre todo una vulnerable como una que ha migrado de manera irregular en su mayoría-, primero, por las razones de injusticia que señalé anteriormente, pero también porque la evidencia señala una falta de conexión entre un aumento de migración y un aumento en la violencia.
Si ponernos en el lugar de los otros es un mínimo de sentido humano; si solo la empatía puede ser una vara baja, pero necesaria, al menos no cometamos con otros las injusticias que tanto nos han dolida y por las que tanto hemos renegado.