
Maquiavelo decía que la fortuna (la suerte, el azar, el destino) es árbitro de la mitad de nuestras acciones, pero que nos deja la otra mitad para nuestro gobierno. Esa idea de un control «cincuenta/cincuenta» entre el azar y nuestros deseos parece, al final, curiosamente optimista viniendo del florentino ¿si será que tenemos tanto control sobre lo que pasa alrededor nuestro, sobre lo que nos pasa, sobre nuestros planes?
Y es que el contexto parece ser mucho más determinante de lo que en ocasiones pensamos sobre nuestras vidas ¿o acaso este 2020 no nos ha recordado más allá de toda duda el mísero poder que tienen nuestros designios frente a las irreductibles fuerzas del destino? Tomémonos un minuto para apreciar la forma como pandemias, recesiones económicas y estallidos de violencia han puesto en jaque buena parte de nuestros planes en este último año. La fortuna, ante todo, es una fuerza para la humildad.
Ahora, quitémosle mística al asunto. La fortuna -lo inesperado- no es una fuerza consciente, sino, más bien, los engranajes de la historia, los movimientos de masas, las acciones colectivas sin intención. Veámosla como la sumatoria de factores por fuera del control de un individuo que delimitan sus opciones y le imponen situaciones inesperadas. Todos estamos abocados a sus efectos y nuestra posibilidad de influenciarlos es minúscula, la mayoría de las veces.
Karl Von Clausewitz, el gran tratadista militar alemán, llamaba a este elemento “fricción” y lo definía como el efecto que la realidad tenía sobre lo planeado. Básicamente, una Ley de Murphy constante que se aplica a los deseos y pretensiones de las personas. Clausewitz sostenía que todo esfuerzo humano que implica la construcción de un plan se encontrará inevitablemente con dificultades inesperadas. Esta teoría del imprevisto resulta fundamental para entender la razón detrás de muchos fracasos en lo que –parecían- planes o decisiones a prueba de errores. En la historia humana, lo inesperado es regla; lo único que se puede esperar es lo incontrolable.
Pero ¿se puede gestionar la «fricción»? ¿podemos entablar negociaciones con las fuerzas irresistibles de la fortuna?
Una alternativa que me gusta es la reivindicación de la «prudencia» que el profesor Jorge Giraldo hacía hace poco en su columna del periódico El Colombiano. Señalaba Giraldo que «La prudencia en el actuar exige algo que la ciencia no puede dar: autoconocimiento y conocimiento particular del prójimo con el que interactuamos y caso entre manos». Así como que «Las compañías necesarias de la prudencia son el consejo, la deliberación, la diligencia, la constancia y la misericordia. Este es el planteamiento de Tomás de Aquino. La prudencia es enemiga de la temeridad y también lo es de la pasividad y del conformismo».
Y de la falta de humildad, añadiría. Quizás una de las ideas más pretensiosas que pueda echar raíz en nuestra cabeza es la convicción de que podemos «moldear» las circunstancias a nuestro antojo; el remedio sensato a ese exceso es poner en duda, incluso, ese 50% que nos otorgaba Maquiavelo. Así, en un mundo en el que controlamos muy poco y en que más que torcer el hilo de la historia debemos adaptarnos a él, la prudencia es un valor sustancialmente importante. Una prudencia que toma fuerza de la humildad de reconocer, que al final, es mucho más lo que se nos escapa de entre las manos, lo imprevisible, lo inesperado.