
Hay una historia muy bonita -y probablemente apócrifa- de la manera como Alejandro Magno designó al rey de la ciudad de Sidón (O Tiro o Pafos, según la versión), Abdalónimo. En el año 332 AC, el general macedonio había conquistado buena parte del territorio occidental del Imperio Persa, incluidas las ciudades fenicias de la costa mediterránea del Levante. En Sidón, luego de deponer a un rey vasallo de los persas, Alejandro encargó a su general y amigo, Hefestión, buscar alguien para sucederlo.
La búsqueda no fue muy exitosa hasta que un aristócrata caído en desgracia, llevado por la quiebra a trabajar como jardinero, apareció en escena. Según la historia (de nuevo, adornada como mínimo, probablemente inventada, pero no por eso menos bonita), en uno de los paseos por la ciudad de Hefestión, se encontró con una casa con un frondoso jardín muy bien cuidado y un jardinero trabajando en él. Hefestión le preguntó por el dueño del hogar, el jardinero le respondió que su amo no estaba en casa, había ido a la guerra meses atrás, y que él seguía trabajando su jardín para que lo encontrara en perfectas condiciones cuando regresara.
Hefestión cuestionó al jardinero, su ascendencia aristocrática le permitía convertirse en rey y luego de una entrevista con Alejandro Magno, el general macedonio designó a Abdalónimo como rey de Sidón. El rey jardinero. Aunque pueda ser lugar común, hay algo de belleza y verdad en considerar a los gobernantes como jardineros. Hay mucho de cuidado, de atención, de disciplina, de paciencia y de trabajo sistemático en el buen gobierno. También, de la responsabilidad silenciosa y poco reconocible de quién trabaja sin considerar mucho las recompensas que puede o no recibir. De ahí el énfasis de la historia en que el jardinero trabajara sin saber si el dueño del jardín regresaría o no y cuándo lo haría.
El gobernante jardinero recibe, cuida y regresa en mejor estado el encargo de su jardín. Es un cliché, pero en ocasiones, qué bueno podría ser gobernado por un aburrido lugar común.